El búho.


RACIONALISMO Y HUMANISMO EN EL PENSAMIENTO DE FRANCISCO GINER DE LOS RÍOS (1)


 
 

JOSÉ RAMOS SALGUERO (2) *
Granada (España)
(josersalguero@teleline.es)
 
 
 
 

Introducción

El propósito de esta ponencia es practicar un ensayo de aproximación a una parte determinada de la herencia intelectual de Giner de los Ríos; aquella, en concreto, que hace relación a su filosofía fundamental, la que se supone que está en la base de sus particulares concepciones acerca del derecho, de la educación, del arte y de los variados temas por él abordados o sugeridos, acerca de los cuales se pretende dar cuenta a lo largo de estos días de celebración de su memoria.

Presentar, sin embargo, esta ponencia en términos tan modestos o tentativos como los de "un ensayo de aproximación" esconde varias razones cuya aclaración inicial considero no sólo pertinente sino sustantivamente requerida para entrar en el tema.

[1] Ante todo, Giner es casi un extraño para muchos. Casi huelga hacer notar que su figura no cuenta entre nosotros con la memoria y reconocimiento que, por otra parte, sería tan justo como deseable respecto a quien ha tenido tan trascendente influencia sobre la historia contemporánea de la cultura española, aunque sólo fuera debido a la fecunda permanencia de su Institución Libre de Enseñanza durante los sesenta años que van de 1876 a 1936. Por razones sugeridas por esta última fecha, Giner, al igual que el movimiento intelectual krausista en el que se inscribe, ha sufrido un ostrascismo intelectual aún mayor que el de otras figuras imprescindibles para nuestra autoconciencia histórica como puedan haberlo sido Unamuno y Ortega. Las obras completas que en la editorial Espasa-Calpe se reunieron a partir de su muerte, en 1915 (aunque hubiera que esperar al año 1965 para editar el tomo 21), ni han sido reeditadas ni son fáciles en absoluto de encontrar.

No puede resultar sorprendente, entonces, el hecho de la casi absoluta ausencia de monografías sobre su pensamiento filosófico fundamental, o en las que siquiera se mencione titularmente su nombre. (3)

[2] Bien es verdad que la vida de Giner se funde y confunde con la de la Institución Libre de Enseñanza (I.L.E.) y que el lógico renacimiento de los estudios sobre la cultura española en las más recientes décadas se ocupa de ella y de la filosofía antropológica, pedagógica y moral que la sustentaba. Pero esto mismo nos lleva a señalar lo más significativo para nuestro tema: el hecho de que los escritos de Giner sobre filosofía pura o, como la hemos llamado antes, filosofía fundamental, la arquitectura o el cimiento principial de su pensamiento, son, en verdad, exiguos. Sin embargo, no sólo no deja de haberlos, sino que uno principal entre ellos, el "Fragmento sobre clasificación de las ciencias", forma parte de su "Doctrina general de la ciencia", curso universitario que Giner impartió en la Universidad de Madrid durante varios años de 1871 a 1875- sobre cuestiones de filosofía pura que se apuntan en esos pocos y breves textos, y que incluía un tratamiento histórico-filosófico del problema, pasando revista a las doctrinas que van desde Platón a Leibniz y Wolff. Es decir, Giner enseñó filosofía pura a sus alumnos universitarios. Aunque quizá no sea éste el dato más importante, con ser llamativo en quien era oficialmente un catedrático de Filosofía del Derecho. Lo es más el hecho de que, como se refleja en esos esquemáticos escritos, estelas de su enseñanza oral, él consideraba que forma parte de una vida intelectualmente responsable el hacerse claridad sobre las cuestiones fundamentales de la filosofía.

De estos breves textos tendremos que dar cuenta, en homenaje al Giner filósofo puro. De todos modos, el resto de los escritos reunidos en aquellos tomos de sus obras completas que afectan a la filosofía fundamental, la mayoría traducciones suyas o breves reseñas de otras obras, dan fe de lo que, también en el conjunto de todos los demás, queda suficientemente atestiguado, a saber, que Giner apreciaba en mucho y, por tanto, en esencial medida profesaba la filosofía que estudió en Madrid, en sus años de doctorado, bajo el magisterio de Julián Sánz del Río, catedrático de Historia de la Filosofía, y de la que éste fue, como es sabido, el ferviente introductor en España, es decir, la filosofía de Karl Christian Friedrich Krause. Giner era krausiano -como él solía decir en lugar de krausista-, y de Krause mismo tradujo él, por ejemplo, su "Compendio de Estética". En realidad, pues, Giner escribió poco sobre filosofía pura, pero la tenía en alta estima y profesó una doctrina determinada como inspiradora de toda su labor intelectual. De ahí que, pese a todo lo dicho, esté suficientemente justificado dedicar un apartado de este congreso, en esta ponencia, a la filosofía teórica pura de Giner. De todos modos, el señalado hecho del general desconocimiento tanto de Giner como de Sanz del Río y de Krause y la falta de estudios monográficos sobre cualquiera de estas figuras, dado que ha sido la influencia genérica del krausismo en nuestra cultura y, sobre todo, la de la I.L.E., lo que ha recibido mayor atención bibliográfica, determina el carácter preliminar de un título tan comprehensivo y prometedor como el de esta ponencia. No obstante, si hemos dicho que ésta sólo será un ensayo de aproximación es por una última y más decisiva razón.

[3] Haciendo de la necesidad virtud, queremos aprovechar la parquedad del discurso gineriano escrito en filosofía pura para hacer un modesto ejercicio de reflexión filosófica acerca de los problemas mismos que asoman en sus páginas, obligados como estamos a practicar más que nunca un glosa hermenéutica sobre lo no dicho. Nos parece, por lo demás, que éste es el mejor modo con que podíamos celebrar el pensamiento, no en vano tildado de "texto vivo" en una famosa y pasada polémica, de quien ha sido llamado el Sócrates español: precisamente intentar acompañarlo amistosa y dialógicamente en su discurso, encarando con él los problemas mismos, a la búsqueda de nuestra propia clarificación. A fin de cuentas, lo importante de todo pensador no es sino estimular el pensamiento de cada cual, intransferible tarea de responsabilidad intelectual en la que nadie puede sustituirnos.

[4] Con ello buscamos, por fin y sobre todo, sopesar y valorar la posible vigencia actual del pensamiento filosófico de Giner, el interés intrínseco que para nosotros, en nuestra hora presente y con su propia problemática, pueda tener una posición filosófica como la suya, la del "racionalismo armónico" que fundamentalmente comparte con su maestro Julián Sanz del Río y, a través de éste, con el filósofo alemán K. C. F. Krause. Habida cuenta de la limitación de tiempo o espacio, y de que se trata de incitar a una aproximación, optamos por seleccionar aquellos tópicos de los que podemos encontrar textos en Giner, con la intención de hacer una lectura crítica, dialogada, de lo que consideró digno de ser pensado. Lo que sigue, pues, pretende ser, prescindiendo de reflejar lo que sería de desear que constituyeran ya tópicas nociones sobre esta historia, una exposición reflexiva sobre la dimensión más magra y desatendida de Giner y el krausismo: sus fundamentos especulativos, su filosofía primera.

A. EL "RACIONALISMO ARMÓNICO". METAFÍSICA Y ANTROPOLOGÍA.

Es un tópico ya de la literatura sobre el krausismo el señalamiento de que fue la parte o vertiente práctica de esta filosofía la que tuvo mayor influjo y desarrollo en aquellos lugares a los que fue trasplantada, principalmente Bélgica y España, sin dejar de lado la propia Alemania, donde no dejó de haber una escuela krausista, como piensa mostrar el profesor M. Ureña en una prometida monografía. Las obras de los reconocidos discípulos de Krause versan sobre filosofía del derecho, de la historia, de la religión o sobre ética. Y así ocurrió también con Sanz del Río al traducir en España una obra práctica de Krause, la llamada "El Ideal de la Humanidad para la vida", en seguida convertida, como dijo Fernando de los Ríos a la altura de 1916, en el "libro de horas de varias generaciones españolas". Es más, como es sabido, esta aplicación o recepción práctica del krausismo se ha tenido hasta hace poco (4) como signo distintivo de la peculiaridad del krausismo español. Y no cabe duda de ello, sobre todo, si miramos la aplicación al campo educativo que supone la obra emblemática de Giner y el krausismo español: la I.L.E.

No obstante, como ha señalado López-Morillas, "sólo Sanz del Río se interesó por la metafísica krausista, justamente lo más perecedero del sistema". (5) Cabría decir, por nuestra parte, que no sólo Sanz del Río, sino el propio Giner, como consta en los pocos textos puramente filosóficos que tenemos de él. De todos modos, el dato histórico del evidente ocaso de la metafísica krausista como tal es menos importante que el hecho de que la filosofía considere posible y necesario un pensamiento metafísico en general, como lo declara Giner en su "Fragmento clasificación de las ciencias". El ambiguo término "perecedero" resultaría así para nosotros discutible, es decir, digno de ser discutido, pues aunque quizá sólo tenga aquí una intención descriptiva, no sabemos si lo que por sí mismo tiene de posible juicio evaluativo se aplica a la metafísica krausista o a la metafísica misma. Por una parte, no parece inmediatamente evidente que sea irrelevante lo que el propio López-Morillas señala en otras líneas, a saber, que "la filosofía krausista fluye de una metafísica". (6) No podemos dejar de advertir que actualmente ocupa el centro del debate filósofico la posibilidad y necesidad que tiene precisamente la filosofía práctica de una fundamentación que la legitime y que pueda atajar las múltiples voces del relativismo e irracionalismo ético vigente, lo cual es un tema que pertenece abiertamente a la filosofía primera. Por otra parte, en cualquier caso, es discutible qué haya de considerarse "metafísico" o no en una filosofía práctica cuya concepción del hombre, de Dios y de la historia encuentra sus categorías centrales en la "metafísica" krausista.

Todo esto justifica, nos parece, el interés que tiene, más allá de la pura curiosidad histórica, asomarnos someramente a esa metafísica krausista divulgada por Sanz del Río y asumida por Giner.

Ya nos hemos referido al hecho de que no contamos con ningún texto de Giner en que se pretenda exponer de forma metódica y sistemática una filosofía propia que, mucho menos, reclame un título identificativo original. Así lo señaló ya el profesor García Morente, colaborador suyo como profesor también de la I.L.E., en un breve trabajo sobre Giner del que sólo nos queda constancia por el extracto publicado en el B.I.L.E. (Boletín de la I.L.E.), y que está recogido en la reciente edición de sus propias obras completas. En él dedica un apartado a Giner como filósofo, tras otro en que lo considera como pedagogo. Y ante todo justifica la falta de una expresa filosofía propia en Giner en virtud de su propia concepción de la filosofía como "obra reflexiva dice Morente- sobre la totalidad del ser y del saber". Pero la actividad reflexiva constituye un proceso infinito por doble motivo, esto es, tanto por la insondable magnitud de su objeto como por el carácter activo del pensamiento, siempre en busca de nuevas profundizaciones o notas sobre su objeto. Toda fórmula es siempre relativa, provisional e imprecisa. Y Giner, según Morente, tenía una agudísima sensibilidad no sólo para las teorías, sino principalmente para los problemas mismos que suscitan las teorías. Sabiendo lo inestable que es toda afirmación rotunda nos comenta-, se abstenía de hacer afirmaciones absolutas y, en todo caso, se rodeaba de tal cúmulo de precauciones y reservas que difícilmente llegaba a resolverse a estampar por escrito lo que pensaba en el momento y menos a recoger en un conjunto lo que podríamos llamar su sistema.

Sin negar en modo alguno verdad a lo que afirma Morente sobre la sensibilidad filosófica de Giner y su fino sentido del valor primordial de la actividad racional sobre sus productos, es fácil advertir que la veneración del amigo escamotea el hecho de que Giner profesaba o asumía, todo lo reflexiva y críticamente que se quiera, un sistema filosófico, que era el krausista, y que esta es la principal razón de que él mismo no tuviera una obra de filosofía pura. De hecho, por cierto, cuando Morente intenta perfilar a continuación las notas propias u originales del pensamiento de Giner, se comprueba claramente que no puede ofrecerse más que la asunción de algunas categorías fundamentales del pensamiento krausista (en particular, la distinción y relación entre Espíritu y Naturaleza), reivindicando imprecisamente vagos énfasis en este o el otro punto, junto con una forzada atribución del vocablo "actualismo" a la noción de que la Metafísica no es ideal ni exigencia, no es anhelo de totalidad o provisional síntesis de las ciencias, sino que yace presente, con toda su plenitud, en cada momento del espíritu; y como su objeto, el ser, es eterno e infinito, la Metafísica no es aspiración ni utopía sino realidad siempre presente, la realidad misma. Una extraña consideración ésta que parece confundir la metafísica con su objeto y en la que no vale la pena detener la exégesis.

De manera que si queremos conocer la filosofía fundamental o metafísica de Giner para poder apreciar críticamente, a nuestra vez, su valor, no tenemos más remedio que tomar en cuenta, como su trasfondo, el racionalismo armónico de Krause divulgado por Sanz del Río en España, y de cuyos propios labios lo recibió Giner.

La mayor parte de lo publicado por Sanz del Río son prácticamente sus apuntes de clase, atendiendo a la petición de los alumnos de su cátedra de Historia de la Filosofía en la Universidad Central de Madrid. Y en ellos expone un compendio de la filosofía teórica, la más especulativa y abstracta, de Krause. Así, por ejemplo, en su más famoso que leído "Sistema de la Filosofía (de C. Cr. F. Krause). Metafísica. Primera parte: Análisis", base de las aproximaciones a la metafísica de Krause en España, donde sólo recientemente se han traducido algunos textos de Krause. (7)

Krause (que vivió entre 1781 y 1832) fue, por su parte, un filósofo coetáneo y copartícipe de los intereses especulativos del gran idealismo alemán. Alumno de Fichte y de Schelling y profesor con Hegel en Jena, desarrolló su sistema en diálogo crítico con todos ellos. Al principio de su carrera filosófica, cuando todavía era alumno de Fichte, se consideró realmente su discípulo. Así lo muestra M. Ureña en el exhaustivo estudio biográfico de 1991 "Krause, educador de la Humanidad". Este contexto histórico-filosófico krausiano nos remite, pues, a la especulación en torno a los grandes problemas que la gran filosofía kantiana, en su difícil síntesis de empirismo y racionalismo, es decir, de escepticismo y dogmatismo, había legado a la época. De ellos arrancan tanto Krause como sus maestros y colegas en la tarea filosófica. Y, como todos ellos, naturalmente se considera el verdadero continuador y el auténtico intérprete de la obra kantiana.

A la vista de su filosofía nos aproximaremos a dos grandes problemas del kantismo, que encontraron eco y recepción en el krausismo español a través de Sanz del Río y Giner. El primero de ellos es el problema de la metafísica, es decir, el del alcance metafísico de la razón y el conocimiento humanos, a los que, como dice con sorna A. Machado, Kant les había cortado las alas. El otro, el de la relación entre los dos grandes ámbitos de experiencia humana que Kant había dejado separados como dos mundos heterogéneos y sin embargo misteriosamente convergentes, el de la experiencia moral libre y el de la naturaleza, regido por una férrea necesidad determinista: racionalidad espontánea, pues, y naturaleza, o, dicho de otro modo, libertad y necesidad. Como lo dirá el krausismo: Naturaleza y Espíritu.

I. La doctrina de la ciencia o el problema de la metafísica: el uso pleno de la razón

Ya Kant había previsto que mientras hubiera hombre, y para él decir hombre es decir razón, habría metafísica. Esta es una disposición natural, o sea, constitutiva, intrínseca de la razón humana, inextirpable aspiración de la razón, según nos elucidaba en la Crítica de la razón pura, a la completud o totalidad del conocimiento, insatisfacible si no se alcanza el fundamento incondicionado de todo fenómeno que la experiencia nos muestra como condicionado. La razón, órgano del conocimiento y por tanto dispositivo de inquisición insobornable sobre toda pregunta o cuestión pendiente de conocer, busca y no puede reposar sino en la unidad absoluta de las condiciones que explican los fenómenos de todo orden. Sin embargo, la exigencia de empiricidad que Kant aneja, con Locke y Hume, a la afirmación de existencia imposibilitaba a su criticismo admitir lo incondicionado o absoluto como algo más que una idea o concepto puro de la razón con la virtualidad dinámica de promover la marcha incesante del conocimiento, así como de unificarlo hallando principios cada vez más omnicomprensivos, en aproximación asintótica a lo absoluto. Una tragedia del conocer humano, si se quiere, pero que la síntesis criticista kantiana evaluaba positiva y optimistamente al ver en el límite constitutivo de la razón, especie de Prometeo encadenado al Absoluto, la condición de un progreso del conocimiento efectivo. Según intenta mostrarnos Kant, la creencia dogmática de que es posible acceder a priori a lo absoluto se paga al precio de detener la marcha efectiva del conocimiento verdadero, engañándonos con vacuas abstracciones. (8) Del fundamento absoluto de la serie progresiva e incesante de los fenómenos empíricos, tanto externos como internos, no cabe tener experiencia; lo absoluto no puede ser objeto de nuestro conocimiento porque todo dato de nuestra experiencia es limitado, y dicha limitación contradiría la pretendida esencia de lo absoluto, irreductible por definición a una parte o a un momento fenoménicos.

Es patente verdad que, como sostenía Kant, nuestra intuición es empírica. Pero que no quepa una intuición intelectual, a priori, además de la empírica, que precisamente pueda afirmar lo absoluto, no es un hecho tan patente, sino algo que discutirían en seguida sus sucesores, confirmando así su profecía sobre el contumaz destino de la metafísica. El argumento que Kant llamara "ontológico" vuelve por sus fueros: la filosofía postkantiana no puede aceptar que no pueda afirmarse la existencia de aquello que fundamenta la existencia de todo (aunque con la consecuencia panteísta de su posible reducción a este todo). Podemos representárnoslo en forma de este silogismo: premisa mayor: la razón exige lo absoluto, que es no ya meramente una Idea sino el Ideal mismo de la razón en su tarea cognoscitiva; premisa menor: pero existe algo, ya que hay fenómenos, hay conciencia; conclusión: luego existe el absoluto. O, en suma, si existe algo, existe lo absoluto. El propio Kant consideraba razonable, racionalmente insoslayable, que al ponerse lo condicionado, se pone o afirma lo incondicionado o absoluto. (9) Es más, en el Prólogo B de la Crítica de la razón pura (así como, en general, en su "Estética trascendental"), para defender su fenomenalismo o peculiarmente dualista idealismo trascendental, argumentaba netamente (y aquí nos vemos tentados a decir que de un modo increíblemente ingenuo y sofístico, tratándose de él) de este modo: tiene que haber cosa en sí porque la idea misma del aparecer o de fenómeno sería absurda sin un ser que apareciera. (10)

Efectivamente, estamos ante el problema de la cosa en sí, sólo que hemos querido recapitularlo esquemáticamente para hacernos cargo reflexiva y filosóficamente de la problemática y no reducir nuestra exposición a una rápida y superficial visita a un museo de antigüedades exóticas. Se trata de procurar entender mínima y modesta pero pensativamente cómo pudo ocurrir la historia del poskantismo que explica a Krause y a Giner, sin incurrir en arrogantes e insensibles juicios sumarios sobre la historia de la filosofía, como si ésta fuera materia inerte y como si el punto de vista del que se asoma a ella fuera un punto de vista privilegiado y definitivo. Y digo esto pensando en el voceado descrédito contemporáneo sobre la metafísica y sobre el idealismo. Las cosas no están tan claras.

Desde luego, y para proseguir, no se lo parecieron a Fichte ni al primer Krause. La filosofía kantiana, con toda su inusitada, asombrosa e insuperada profundidad, y con su evangélica pretensión de haber resuelto científicamente de una vez por todas el problema de la metafísica (como decía Kant en su famosa carta a M. Hertz once años antes de la publicación de la Crítica de la razón pura), parecía varada en un inadmisible contradicción fundamental, en un dualismo ontológico insostenible: podemos conocer objetivamente el fenómeno, pero no alcanzamos la cosa en sí. Tenemos que suponer la existencia de la cosa en sí para fundamentar la objetividad del fenómeno, pero esta afirmación no es científica porque la cosa en sí no puede ser objeto de experiencia sensible. ¿No significaba esto, entonces, que la experiencia sensible no puede ser el único criterio de existencia; que el criticismo kantiano estaba lastrado por un resto incongruente de reduccionismo empirista; que la negación del hecho de la intuición intelectual se practicaba dogmáticamente y contra los hechos?

Fichte pensaba que así era, aunque, como sabemos, celebraba a Kant por haber mostrado la vía para la reconstrucción de la ciencia como conocimiento absoluto. A Fichte, que había sido hasta entonces espinozista, determinista y pesimista, Kant le había descubierto la libertad y el sentido de la existencia: merecer la felicidad. En Kant está la verdad, piensa Fichte, pero no en la forma de la ciencia porque no ha declarado formalmente el principio unificador del sistema, teórico y práctico, de la filosofía, el de las tres Críticas, aun habiendo hecho uso y descubrimiento de él. Ese principio sistemático y unificador que convierte la filosofía en ciencia es lo que el propio Fichte pretende haber hallado en el seno mismo del trascendentalismo kantiano. Con él se pueden superar sus dualismos, unificar lo sensible y lo inteligible, para lo cual es ineludible la crítica a la noción de cosa en sí (que Fichte toma de Maimon) como una contradicción insostenible. Dicho principio es, como se sabe, es el Yo como absoluta libertad afirmativa y creadora de sí y de toda la realidad. Y él permite que la metafísica, recuperada de un timorato criticismo, vuelva a constituir el sistema total de la filosofía en la recuperada forma racionalmente optimista de una "Doctrina [o teoría] de la ciencia".

En definitiva, el primer problema de la filosofía kantiana a que nos venimos refiriendo puede mencionarse como el del alcance metafísico de la razón, de la conciencia o la inteligencia hasta el ser en su totalidad, como tal o absolutamente considerado. Y Krause seguirá con Fichte el camino de reafirmar la metafísica como ciencia, o la ciencia en su sentido absoluto y metafísico.

Esta herencia ha quedado en Giner, y la podemos hallar en un texto llamado en sus obras completas "Fragmento de clasificación de las ciencias". En él Giner se plantea un problema que supone la asunción del ideal krausiano, fichteano, idealista o, mejor quizá, pura o irrenunciablemente racional de la unidad de la ciencia por los principios primeros y universales que aporta la metafísica.

Naturalmente que este ideal de una ciencia unificada, que con Descartes inauguró la Modernidad, no tiene mucho que ver con el ideal de la ciencia unificada en el neopositivismo contemporáneo, afecto de un reduccionismo fisicalista y que, según K. O. Apel ha denunciado, continúa inadvertida pero eficazmente operativo en la filosofía contemporánea, pese a la aparente disolución de sus contradicciones internas en la filosofía de la ciencia posterior; por cierto, con consecuencias deletéreas, a su juicio, para la necesaria, hoy más que nunca, ética universal racionalmente fundada. No tiene que ver mucho, decía, aunque naturalmente tiene que ver, porque uno y otro son expresión, reduccionista o no, del postulado racional de la unidad del ser y la unidad del ser y saber como postulado onto-lógico fundamental y trascendental.
 
 

No obstante, para corroborar el carácter consustancialmente racional de ese postulado de la ciencia unificada, no estaría de más hacer notar que el concepto alemán, o idealista, o moderno idealista alemán de ciencia, Wissenschaft, no es sino la recuperación del ideal griego de la episteme. Por lo que sería más justo decir que no es un concepto griego ni alemán, sino oriundo y autóctono del universo de la razón. Al comentar esta idea de la ciencia que de Krause pasó a España pero que difería del concepto restringido de ciencia habitual aquí, como en otros países ("conocimiento exacto y razonado de ciertas cosas determinadas"), López-Morillas (en "El krausismo español", 89 y ss.) habla reiteradamente de la "noción alemana de ciencia", que remite a Fichte, como aquella que se divulgó en España en el krausismo y que fue Giner, nos dice, quien mayor esmero puso en perfilar. Llama la atención, sin embargo, la ausencia de correlación, o de lo que yo me atrevería a llamar identificación, con el ideal griego del saber que se sistematiza y tematiza expresamente en Aristóteles como legado para Occidente. En su jugoso estudio "La ciencia como función social", en que Giner se muestra conocedor de Schelling y de Hegel, a los que comenta reiteradamente en las notas, aunque aún más cita y se muestra partidario de Krause, a falta, además, de una indicación suya más precisa sobre lo que decimos, podemos al menos encontrar esta observación de Giner: "en esto el hegelianismo, como en otras cosas, renueva a Platón y Aristóteles". Esto nos parece una obviedad, pero no por eso menos digna de ser resaltada, pues la filosofía anda siempre a la caza de obviedades y evidencias tan presuntamente universales como universalmente cuestionadas: Aristóteles, precisamente intentando una clasificación sistemática de las ciencias, llama en su Metafísica a la filosofía indistintamente filosofía o ciencia, y distingue una filosofía o ciencia primera porque concibe como natural despliegue de la razón misma un sistema de todo el saber, unificado por principios fundamentales comunes.

Este ideal el Ideal de la Razón pura, como lo llamara Kant, y que, ya desde el propio Aristóteles, plantea el problema metafísico de no ser meramente un principio lógico sino ontológico: "Dios"- es el que recoge también Descartes en la famosa carta-Prólogo de sus "Principios de Filosofía", al representarse orgánicamente el sistema del saber como un árbol cuyas raíces están constituídas por la filosofía primera o metafísica. Naturalmente que a partir de Descartes, y consumadamente en el idealismo alemán, hay una diferente argumentación o vía de acceso al ser como tal, en su totalidad y radicalidad, el que podría llamarse giro trascendental (más que idealista; aunque eso sí, en el sentido idealista de lo trascendental) que toma la conciencia como punto de partida del saber. Pero, en cuanto al contenido, como dice, por ejemplo, entre tantas creo que innecesarias citas que podrían traerse aquí, el perspicaz E. Severino en su "La filosofía moderna", en Hegel se consuma el ideal griego de la episteme.

Pero vayamos a verlo en el propio Giner, en su "Fragmento sobre clasificación de las ciencias". Este texto es la única parte que tenemos desarrollada por escrito de sus "Apuntes para un programa de elementos de doctrina de la ciencia", cuyo tema Giner justifica por mostrarse "deseoso de darse cuenta, siquiera rudimentariamente, de los más importantes problemas de este orden del conocimiento"; una manifestación, por cierto, que evoca el impulso y la vocación específicamente filosófica de plantearse radicalmente alguna vez en la vida el problema del conocimiento o la Ciencia a que aluden tanto Descartes como Husserl.

Giner principia por justificar la necesidad de plantear su problema, analizando un estado epocal de la cuestión que muy bien podría aplicarse a nuestro tiempo, si es que no a todo tiempo crucial de la filosofía. Semeja igualmente esa recurrente queja de los filósofos ante el estado de precariedad científica de la filosofía, considerada aquí desde el punto de vista de la clasificación sistemática de las ciencias. Se lamenta Giner aquí de que no hay unidad efectiva en el cuerpo actual de las ciencias porque algunas de ellas estudian en una sola "esferas... heterogéneas" y por otra parte hay un antagonismo de métodos. Es decir, no advierte unidad ni por el lado del objeto ni por el del método. "Ahora bien -se pregunta-, ¿qué punto de partida debería tomarse para una clasificación acertada?" Y continúa: "si la ciencia es una... no cabe negar que esta unidad, ante todo, sólo en la de su objeto puede fundarse y consistir. Pero la unidad del objeto de la Ciencia [escrita con mayúscula inicial], ¿será, conforme algunos piensan, un ideal inasequible?"

Es patente, después de todo lo antedicho, el sentido propiamente metafísico de esta problemática. Giner no vuelve a hacer alusión alguna a la cuestión del método, y se apresta a resolver la cuestión por el lado del objeto. En realidad no lo justifica, como vemos, sino que piensa que "no se podrá negar". De modo que, a falta de confrontación explícita de Giner con otros planteamientos, y para apreciar el valor del suyo, nos deja emplazados a la tarea de juzgar por nosotros mismos si tiene sentido esa búsqueda metafísica que, por lo demás, se han planteado tantos otros a lo largo de la filosofía. Hay aquí un postulado racional absoluto: no sólo se busca la unidad esta es formalmente la característica de la razón, como hizo ver Kant- sino que, más allá de Kant, y se supone que por los mismos motivos que aludimos al hablar de Fichte y Krause, no se renuncia al alcance ontológico total de la razón como su objeto propio. De suyo, si lo hemos notado, Giner concibe la búsqueda del objeto unitario y unificador de la ciencia como un "ideal", y hasta se plantea si ese ideal será o no "inasequible". Y de hecho continúa notando que "no parece tan fácil de hallar", pues "aun atendiendo a lo primero y principal sobre que determinadamente versa todo nuestro pensamiento y discurso, se nos ofrece más de uno, y también más de dos objetos". Dios, el Hombre, el animal, el astro y hasta la ciencia misma, por ejemplo, son los objetos de nuestro discurso. Y a continuación viene una indicación metódica muy importante en su reflexión: "Podrán... tener o no una realidad propia y verdadera; podrán ser quimeras, ilusiones; pero lo que no tiene duda es que son pensamientos, puesto que, aun para discutirlos y negarlos, los pensamos." Y la ciencia, viene a decir después, no es sino la revisón ordenada de esto mismo que todos comúnmente pensamos. Son obvias las connotaciones cartesianas de este planteamiento. Lo que está practicando Giner aquí es lo que Krause -más cartesiano aún que kantiano- llama parte Analítica del método de la Ciencia, que, para él, tiene también por objeto el ser como tal, absolutamente considerado, y que consiste en un análisis de los contenidos de la conciencia, el yo o la subjetividad como el punto de partida de que no se puede dudar.

Al distinguir entre nuestros pensamientos dos formas de idearlos -sigue Giner-, que son la de seres subsistentes o la de propiedades [inherentes] de los mismos, se advierte la primordialidad del primer modo de ser (el ser subsistente). Con ello llega Giner a una primera demarcación del objeto de la ciencia. Los objetos de la ciencia ya que no todavía el objeto, si es que este ideal es asequible- son los seres subsistentes. Y luego propone una segunda aproximación unificadora: los distintos seres pertenecen a ciertos "órdenes" o esferas de ser, y entres éstos, a su vez, podemos hablar de tres órdenes irreductibles o supremos: la Naturaleza, El Espíritu y la composición de ambos, la Humanidad. Son las tres esencias finitas, naturalmente, que dice hallar Krause en la parte o fase analítica de su metafísica doctrina de la ciencia. Como él en este momento, Giner insiste en que "no se decide aquí si hay real y verdaderamente seres espirituales o es la espiritualidad una propiedad y función de los cuerpos mismos, ni si existen cuerpos o son éstos una creación de la fantasía ni, por tanto, si nosotros somos seres naturales o espirituales, o juntamente una y otra cosa; pues lo que es que somos algo, ninguno ciertamente lo duda, por lo menos de sí propio." Se deja aparte, pues, la cuestión, así la llama expresamente, de su "valor objetivo".

La analítica de Giner avanza ahora haciendo notar que no pensamos estos seres sin relación entre sí: todos los seres se co-necesitan para desenvolver su esencia. Y a este compuesto orgánico de todos los seres se llama "Mundo o Universo". Pero no es del Mundo de lo que único que "hablamos" o discurrimos, dice Giner. "Con razón o sin ella" tenemos también la idea de un "Ser supremo". Nuestro pensamiento versa, pues, sobre Dios y el Mundo. Decidir si realmente existen o no y qué relación hay entre ellos requiere el más riguroso examen y la crítica más circunspecta, nota nuestro filósofo. Son dos conceptos, pero ¿se trata de dos realidades o de dos aspectos de una sola realidad? La verdad es que hasta aquí Giner ha dejado de ofrecer una justificación o al menos génesis racional de la idea de "Ser supremo"; lo toma sencillamente del acervo y del sentido, dice, común. Pero lo que le interesa, según la fase analítica del método krausiano aquí tácitamente asumido, es unificar el objeto de la ciencia que es el objeto del pensamiento.

En la noción de "Realidad" halla por fin la comprensiva y unificadora de aquellas dos -Mundo y Dios-, la unidad definitiva del objeto del pensar que aspira a conocer. Y hace Giner una observación notable que, no por lo obvia que pudiera resultar, ha dejado de resultar confusiva en la historia del pensamiento, y precisamente moderno. "Realidad" es una noción definitivamente comprehensiva, "aunque a veces, y tomando esta voz, no en su absoluto sentido, sino en el de la Realidad toda, excepto Yo, la opongamos a nosotros y a nuestro pensamiento, como términos relativamente exteriores y aun contrarios: lo cual es de todo punto imposible en su primera e ilimitada acepción."

No es accesoria esta nota, en modo alguno, por más que en el curso de la redacción gineriana lo pudiera parecer. Porque no sólo podemos referir que se trata de una crítica que en su "Inteligencia sentiente" hace Xavier Zubiri a toda la filosofía moderna, sino que cabe ver aquí de nuevo, implícitamente, la intuición esencial en que quizá todo el idealismo poskantiano coincide en su crítica del criticismo: la noción de realidad, o de ser, es absolutamente inclusiva y de tal naturaleza que no podemos sino afirmarla en su absolutez: como viene a decir Hegel en la Introducción a la Fenomenología del Espíritu (patentemente con Kant a la vista), resulta absurdo y ridículo concebir de un lado el yo o el conocimiento y del otro el absoluto como un objeto externo que intentáramos atrapar. El pensamiento está, como todo, en el ámbito del ser, que por eso, para evitar desvíos, conviene llamar Absoluto. El pensar, pues, es del ser, y es lógico pensar, valga el juego de palabras, que las categorías del pensar sean propiamente ontológicas, metafísicas, absolutamente. Es lógico, es decir, ineludible. Con ser sencilla, esta advertencia, que tras el momento neokantiano y neopositivista de recusación de la metafísica volvió a reivindicar la Fenomenología y todos sus epígonos, de Heidegger a Ortega, de Scheler a Hartmann o al propio Zubiri, es fundamental. Es una fascinación lógica ineludible, como aquella que le hizo afirmar a Parménides el ser en su absolutez y que Nietzsche calificó con sorna como el espasmo lógico de Parménides.

Claro que la cuestión que Giner llama objetiva, la de decidir el sujeto o soporte existencial de la realidad ineludiblemente afirmada, si ese sujeto es un objeto distinto o no del Mundo, es la difícil y decisiva. Pero sigamos acompañando el discurso de Giner. No puede exigirse, nos dice, que respondamos de modo ordinario a la cuestión "¿qué es la Realidad?"; ésta, diríamos nosotros, no es una buena pregunta. Porque hay que advertir que "las cosas sólo pueden definirse en cuanto tienen géneros superiores... de suerte que... el género supremo no es susceptible de definición..." Sólo cabe explicar las categorías primeras en alguna de sus capitales relaciones o bien responder sólo que "real es todo aquello que es y en cuanto es, y la Realidad, por tanto, el todo de lo que es." Nos encontramos, pues, de nuevo, con el problema viejo y eterno de la metafísica que ya se manifestara en Platón y en Aristóteles, por más que ahora se anteponga y quede pendiente el problema crítico de la justificación del valor objetivo de nuestros pensamientos. Pero la lógica misma es inexorable: el principio último del ser está, como decía Platón el Libro VI de La República, "epékeina tés ousías", trasciende la inteligiblidad ordinaria del concepto y la definición; como debe ser, ya que el Fundamento no puede ni tiene que estar a su vez fundamentado. O bien, con Aristóteles, el ser, el objeto metafísico "siempre buscado" (no fue, pues, original la profecía kantiana del eterno retorno de la metafísica), se escapa a la aprehensión del concepto por su propia radical extensión y comprensión, inhallable en ninguno objeto particular de la experiencia o el pensamiento. La unidad del ser no es la del género; e, igualmente que aquí hace Giner, Aristóteles se planteó como problema la identificación del ser con Dios o con el mundo.

Esta parece ser una consustancial aporía de la metafísica, pero que no cabe declarar impertinente, ilógica, un pseudoproblema. Quizá la posición kantiana no viniera sino a expresar a su modo que no cabe ciencia de la metafísica o del ser como tal, pues que no cabe concepto ni experiencia objetiva ordinaria del mismo. Pero la declaración de que no es una ciencia, ¿no supondrá, digamos de nuevo, un reduccionismo empirista y fisicalista de la noción de ciencia, un prejuicio epocal ciencista inducido por la hegemonía de la ciencia experimental newtoniana? ¿No cabe y hasta se debe, por imperativo igualmente lógico, afirmar como un saber el saber consistente en que no se sabe qué es la realidad o el ser fundamental como tal?, ¿no cabe al respecto hablar de una ignorancia docta o científica; afirmar al menos el plano ontológico radical de "lo místico", como ha hecho Wittgenstein en el Tractatus, sin negar por ello su peculiaridad lógica? Para terminar este nuevo inciso con que simplemente queremos hacer honor al pensamiento mismo y al de Giner en particular, quizá podría considerarse como una cuestión semántica o retórica la diferencia entre el estatuto de "fe racional" que Kant asigna a la metafísica y el estatuto de saber, bien que no ordinario o natural, que reclama para ella todo pensamiento. Pero en cualquier caso, en lugar de descartarlo en función de muy discutibles consideraciones, quizá haya que reconocer como un genuino problema ontológico o, mejor, como un lógico y legítimo misterio (por emplear esta vez la terminología de G. Marcel), este de la metafísica, y reconocerlo en su dignidad racional.

"Realidad", continúa Giner, es, pensándolo bien, una propiedad, la comunísima a todos los seres, incluído el ser supremo; ninguna cosa difiere en ser, sino en lo que es determinadamente (en su esencia). "Y, según esto concluye con vertiginosidad metafísica- son en común todos los seres de una misma primera esencia y cualidad ante toda distinción particular y ulterior entre ellos". Por ser reales o por ser, todas las cosas están enlazadas en una unidad indivisa y primordial... "primera base (supuesta siempre en nuestro pensamiento dice el propio Giner-) para todo lo determinado que de ellas se diga". Hasta aquí, por nos parece que esenciales y respetabilísimas razones lógicas, se está defendiendo la no dualidad o heterogeneidad del ser. Pero, además, la reflexión explicita que se acaba de ganar un nivel estrictamente ontológico, y no ya puramente lógico, es decir, la dimensión del ser como existencia, y no ya como meramente esencia, reductible a mero concepto y cuya realidad objetiva habría que asegurar por otros medios críticos. Podría decirse que se está hablando o refiriendo el Ser mismo subsistente como ser real. Lo mismo podría atribuirse hermenéuticamente a este segmento del discurso krausogineriano la doctrina tomista de la analogía del ser que la del probable panenteísmo krausiano, como mucho. Pero a continuación nos encontramos con el paso más difícil y problemático de toda metafísica:

"Es, pues, la realidad una propiedad. Ahora [bien], esta propiedad se da seguramente como todas en un ser que la es, o del cual se predica como suya... : sine ens, nulla essentia. Pero ¿cuál es este ser?... Una propiedad pide un ser y no puede pensarse sin esto."

Es fácil advertir que se está bordeando el que Kant llamara "argumento ontológico". Giner pasa del plano abstracta y formalmente lógico de la esencia, del pensamiento, al de la existencia mediante dos expedientes. Por un lado, se ha convertido la Realidad como existencia misma así lo habíamos entendido- en una esencia, puesto que es la propiedad comunísima de cualquier ser efectivo o posible. Por otro lado, más decisivo o con mayor compromiso ontológico, parece que se está confundiendo o reduciendo o queriendo reconducir, como ya ocurriera en Parménides, la unidad lógica a unicidad ontológica. Porque ese "un" ser ya no sabemos si es un ser real y objetivo o la unidad lógica del pensamiento como condición de la ciencia. A continuación dice Giner que

"la Realidad como esencia y propiedad del orden todo de las cosas... dice relación y conexión... en un todo de unidad... cuya unidad, no pudiendo pensarla como abstracta y en sí, se nos muestra como propiedad de ser, y por tanto, de un ser, el Ser mismo, que decimos, como Principio y razón fundamental según esto de todas las cosas, sin excepción alguna."

Mientras se trate del Ser mismo, sin identificación particular, el discurso puede proseguir sin perplejidad o salto infundado. Todas estas afirmaciones no equivalen sino a la de que `hay ser', y, por supuesto, nuestra inteligencia capta el ser como tal sin heterogeneidad ni agnosticismo metafísico. Al Ser mismo lo llama seguidamente Giner "Ser absoluto", pero entonces plantea (como problema, eso sí) una "materia dice- hasta hoy de interminable controversia... : la relación de Dios, como Ser Supremo, con el Ser absoluto". Giner afirma que, a nivel puramente lógico, es incompatible con la idea de Dios la de ser un ser particular contenido en el Ser absoluto: una tal subordinación contradiría su propio carácter de "supremidad", porque entonces el Ser absoluto sería quien ocuparía, alienándosela, esta función de supremacía. Si Dios es supremo, pues, tal como dicta su propio concepto, no puede ser un ser "finito". "De suerte que, si pensamos a Dios como el Ser supremo, no podemos menos de identificar las ideas de Dios y de Ser", o Ser absoluto.

Sin embargo, hay que notar que esta relación entre ser supremo y ser absoluto presuponía que aquí haya una relación entre algo más que dos términos. Y ese es el caso, según nuestro filósofo: pese a que se afirme una identificación objetiva u ontológica, la distinción estriba, podríamos decir glosándole, en una respectividad: hablamos de Dios como ser absoluto cuando lo pensamos en relación con sí mismo, mientras que lo denominamos "supremo" al pensarlo "en su unidad simple, fundamental e infinita, sobre la variedad compuesta de los seres finitos" o Mundo. Ahora bien, aquí no nos parece ya evidente el discurso. Giner sabe que el problema de la relación presupone la distinción. Pero la distinción que él nos ofrece, como es visible, aunque ciertamente supera el nivel puramente nominal lo que serían meras menciones equivalentes o pura sinonimia-, se queda, no obstante, a nuestro juicio, en una puramente conceptual, sin alcanzar a justificarse el plano de una auténtica distinción real, que aquí sería lo decisivo. ¿Es realmente Dios otra cosa que el Mundo, o su superioridad sería sólo la superioridad puramente lógica de la clase que se incluye a sí misma? Parece incurrirse, pues, aquí en el argumento ontológico: "hay algo, luego hay Dios". Pero lo decisivo aquí es, volviendo al principio, qué se entiende por Dios, si es o no realmente distinto del ser como tal que muy bien puede identificarse con el mundo mismo. Estamos con el "idealismo", el krausismo y Giner en que hay que superar la escisión kantiana entre saber y ser, entre cientificidad (sólo atribuida al saber físico) y racionalidad (que se concede además al saber ético, sin considerarlo científico), es decir, en recuperar el alcance metafísico de la inteligencia. No obstante, a fin de cuentas, tras esta rectificación formal cuya negación resulta tan escandalosa como inadmisible para la razón, no se gana en conocimiento mucho respecto de lo estrictamente meta-físico, en particular y principalmente respecto del gran problema metafísico de la existencia de Dios, el problema del panteísmo, dualismo teísta o no-dualismo panenteísta. Es indecidible, o al menos aquí está indemostrado, que Dios, como algo distinto del Mundo, exista. Por otra parte, el ser mismo o absoluto es la unidad de la totalidad del ser o la realidad y, en este sentido, en cuanto no es una parte, es in/finito, no finito. Pero ¿qué significa aquí el atributo de la infinitud de Dios como mención del Ser mismo? ¿hay o puede acreditarse alguna noción positiva y distinta de esa infinitud, o es meramente una operación o función mental, como ya replicara Locke a Descartes? Y quien dice infinitud, dice, en general, los atributos teológicos, la esencia de Dios: esa sería la cuestión. Giner no llega ya a estas afirmaciones, sino que despide la cuestión diciendo: "Sin que necesitemos analizar en este punto la idea de la superioridad, y qué sentido entrañe, por tanto, para la presente relación del Ser con los seres, de Dios con el Universo."

Ya en la recapitulación previa a su propuesta de clasificación de las ciencias, Giner dice que se ha logrado determinar "la idea absoluta y total del Ser... clave fundamental de la construcción en la Ciencia", en cuya idea, dice, "encontramos luego dadas la del Ser Supremo (Dios) y el Mundo", así como en ésta "pensamos las de la Naturaleza, el Espíritu y el orden combinado de ambos... conceptos fundamentales y primarios que constituyen la materia del pensamiento común". Para ello se ha recurrido, dice, sólo al "sentido común", eludiendo prolijas disquisiciones metafísicas que quedan pendientes de resolver sobre la realidad objetiva del pensamiento. "No se trata de mostrar y verificar el valor objetivo de toda esta serie de pensamiento; sino pura y simplemente de reconocer si parece natural y espontánea de suyo, al recoger los datos y exigencias que, por respeto al objeto científico y su unidad, hallamos en nosotros... el ateo se ve obligado, ni más ni menos que el teísta, a formar y determinar la idea de Dios", aunque sea para negarla. "De igual suerte, el positivista y el materialista admiten la realidad de las manifestaciones psíquicas, e intentan formar de ellas propia ciencia, sea cualquiera la relación en que la conciban con la Fisiología, o aun con la Física general y la Energética: ni más ni menos que el idealista... escribe de Fisiología". Sin embargo, ya hemos visto que se ha trascendido la mera lógica, por cuanto se ha afirmado la realidad o existencia del ser absoluto, que además -y esto es lo decisivo y discutible- se ha identificado con Dios sin analizar su esencia.

De todos modos, comienza ya Giner su clasificación sistemática de la ciencia o "Enciclopedia de la Ciencia", de la que sólo extractaremos aquí sus líneas esenciales. El análisis del pensamiento, de los contenidos de conciencia (el momento metódico primero que llamaba Krause subjetivo-analítico), ha llegado hasta la determinación del ser absoluto del que, como hemos visto, ya no sólo se predica la idealidad, sino su existencia objetiva, aunque es verdad que Giner reitera a cada paso la cautela de una "crítica circunspecta" que posterga un examen ulterior del valor objetivo de las diferentes Ideas que de aquella se siguen. Es fácil notar que la clasificación responde al segundo (y último) momento metódico del sistema de Krause, llamado sintético-objetivo y que corresponde a la deducción o justificación objetiva, desde la Idea de Dios como el Ser, de todas las esencias del Mundo, principalmente Naturaleza y Espíritu y su síntesis, la Humanidad. Giner no se va a ocupar de esta prueba deductiva, dado que su finalidad en este escrito es sólo justificar su propuesta de enciclopedia científica. Se limita a advertir que corresponde a la tarea del filósofo ir discutiendo cada uno de sus supuestos y decidir luego su realidad o su vanidad e ilusión. Pero propone el orden de la cadena deductiva que configura el esquema enciclopédico, siguiendo el plan ideal que el pensamiento traza a la Ciencia. El análisis del pensamiento nos ha conducido ascensivamente hasta la idea del ser absoluto desde los grandes escalones del Mundo (compuesto por Espíritu, Naturaleza y la combinación de ambos en el orden psicofísico) y de Dios ("ser fundamental" o postulativamente fundamentante del Mundo). Ahora se trata de desplegar descensivamente lo ya sería ciencia (y no mera lógica), siguiendo el orden inverso que parte de lo ontológicamente primordial.

Así, el punto de partida de la clasificación no deja lugar a dudas: "La ciencia primera en la Ciencia una y toda", la "ciencia fundamental" es la Metafísica, también llamada Filosofía primera, "pues que el Ser en su absoluta unidad y existencia esencial, objetiva es lo total y primero que pensamos, lo que va implícito y supuesto en cuanto discurrimos." Ella es la ciencia del Ser, de la realidad como una y total, de los principios primeros que constituyen la esencia y propiedades de todo ser no en su particularidad sino en tanto que ser; de sus "categorías (como suelen llamarse)". Después de esta "Metafísica" u ontología general fundamental, seguirá la Teología racional como segunda esfera fundamental de la enciclopedia científica, que se ha de ocupar de la idea de Dios como la idea del ser que ocuparía ontológicamente el primer lugar entre todos los seres determinados. Como tercera y última esfera fundamental, seguiría la Cosmología, dentro de la cual se incluyen la Pneumatología, Psicología general o ciencia del Espíritu, la Física general o cosmología en sentido estricto y la Psicosomatología o ciencia del orden psicofísico, de la que la Antropología es el único capítulo desarrollado hasta ahora, dice Giner.

Así, pues, al organismo enciclopédico del saber se le menciona con el término "Ciencia", por obvia influencia del desarrollo científico de la época, pero se lo concibe de acuerdo con el programa aristotélico e idealista de la Filosofía, como resulta claro por la denominación indistinta de la Metafísica bien como "Ciencia primera", bien como "Filosofía primera". La idea de la Ciencia y su sistema enciclopédico se concibe a la clásica manera, pre- y post-crítica, como conocimiento del ser como tal, absoluta y no limitativamente considerado. Cuando Giner, tras su esbozo de ideal clasificación enciclopédica, pasa revista a las ciencias efectivas y su integración en este esquema, la "Filosofía" queda distinguida de las demás ciencias, y prácticamente identificada con la Metafísica como filosofía o ciencia primera. Lo que, en todo caso, importa es el hecho de que el saber o la Ciencia (con mayúscula) no renuncia a la absolutez especulativa de su alcance, es decir, que la razón no admite limitación ontológica o metafísica en su extensión, en coherencia con el ideal racional clásico al que el empirismo kantiano quiso problemáticamente poner límites.

Naturalmente, el sistema de Krause es más complejo que lo aflora en estas páginas de Giner. Pero nuestro objetivo no es introducirnos en él ni, por supuesto, por lo menos aquí y ahora, resolver todas las cuestiones metafísicas. Lo que queremos es asomarnos al pensamiento filosófico de Giner y, por lo menos, intentar apreciar la envergadura y dignidad objetiva de los problemas que se plantea, como una cuestión de la que no podemos presumir nosotros, en nuestra hora presente, que tengamos resuelta ni disuelta, y que pueden y tienen que seguir dándonos que pensar. Esto es, desde luego, nos parece, lo ejemplar y más apropiable de este discurso gineriano: el hecho de haber abordado estos problemas fundamentales y la manera como se hace, racional y crítica, esto es, buscando dar razones de cada tesis, sin eludir ningún problema de antemano.

II. Nota sobre el problema teológico

Es notable igualmente la circunspección crítica con que Giner orilla y en cierta medida deja en suspenso la cuestión crucial de la teología y el panenteísmo krausista, sólo aludido (por ejemplo en el texto que referimos en el siguiente apartado) y nunca discutido. Esta elusión, es decir, el hecho de que Giner, tanto en su obra escrita como en el programa de su obra institucional, la I.L.E., no haya hecho de la religión tesis racional más allá de lo indicado hasta ahora, no deja de resultar significativa. Sobre ella nos encontramos en sus obras completas sólo con una traducción suya del texto de un filósofo krausista, el barón de Leonhardi, sobre religión y ciencia, del que cabe suponer (tanto por traducirlo como por la nota inicial de encomio) que es asumido por Giner. En él se analizan las relaciones entre "la fe y el saber". Esta misma demarcación y, por tanto, la no disolución de la fe en ciencia racional acredita el carácter más kantiano y criticista que idealista de su concepción en este punto. Una concepción, por lo demás, acorde con la de Krause y el krausismo en general. Al respecto, y aunque concisamente, nos parecen esenciales e ineludibles un par de consideraciones.

a) Por una parte, el hecho que acabamos de notar no obsta ni resulta incompatible de suyo con lo hasta aquí visto sobre el concepto y proyecto racional de la filosofía como Ciencia y la consiguiente declaración del carácter científico de la "Teología racional". La afirmación del alcance y la intención ontológicamente irrestricta de la inteligencia o el pensamiento humano trata sólo de evitar formales inconsecuencias o inadmisible contradicción de principio, como la que vio todo el idealismo postkantiano en la noción de la cosa en sí. Sin embargo, esa tesis principial no implica necesariamente la renuncia al criticismo en el sentido de reconocer determinados límites y enigmas para la razón, tal como extremosamente ocurrió, no sin vacilaciones (Fichte y Schelling) y hasta -como es el caso del krausismo- disensiones, en dicho idealismo. Efectivamente, de todos los sistemas metafísicos poskantianos, sólo el de Krause mantiene la pertinencia y legitimidad del reducto de la fe junto al saber, aun considerando que podemos llegar a Dios por la razón, en lo que estriba precisamente el fundamento de dicha legitimidad. Es decir, sólo el krausismo se acerca formal y expresamente a la posición kantiana de la legitimación de una "fe racional" cuyo contenido y vivencia halla su fuente no en el intelecto mismo sino en otras facultades y dimensiones de nuestra humanidad. La común reivindicación de los postkantianos de ser los auténticos sucesores e intérpretes del kantismo resulta, por eso, mucho más verosímil en el caso del krausismo. El hecho de que esta filosofía hable sin ambages de Dios, así como que sea hermana del movimiento idealista no debe llevarnos a prejuzgar gruesamente sobre su perfil propio. La complejidad del pensamiento no se deja simplificar en rótulos globales que, en sí mismos, en modo alguno son unívocos, como pueda ser, por ejemplo, la etiqueta de "kantismo". El esfuerzo o el "trabajo del concepto", como diría Hegel, estriba precisamente en dar cuenta de la complejidad y procurar ajustarse a la sutileza que el tratamiento de la realidad misma exige.

Así, la posición de la "fe racional" kantiana que reedita el krausismo puede mostrarse en su resbaladiza complejidad en un texto de Dialéctica Trascendental de la Crítica de la razón pura tan rotundo como poco frecuentado como el siguiente, que vale la pena traer aquí:

"Si alguien (con la vista puesta en una teología trascendental) pregunta, en primer lugar, si hay algo distinto del mundo que contenga el fundamento del orden y cohesión de este mismo mundo, la respuesta es la siguiente: sin duda. En efecto, el mundo es una suma de fenómenos. Estos tienen que poseer, pues, algún fundamento trascendental, es decir, algún fundamento que es sólo pensable por el entendimiento puro. Si, en segundo lugar, la pregunta es si ese ser es sustancia de la mayor realidad, necesario, etc., respondo: esta pregunta no tiene significado alguno, ya que las categorías... Fuera de este campo [la experiencia posible, el mundo sensible]... no nos permiten entender nada...

¿Podemos, pues --se seguirá preguntando--, suponer un creador del mundo que sea único, sabio y omnipotente? Sin ninguna duda. Y no sólo podemos, sino que tenemos que suponerlo. Ahora bien, ¿extendemos así nuestro conocimiento más allá del campo de la experiencia posible? De ningún modo, ya que nos hemos limitado a suponer un algo (un mero objeto trascendental) del que no poseemos concepto alguno relativo a lo que sea en sí mismo."

¿Qué decir, pues, acerca de si para el criticismo kantiano podemos afirmar la existencia de Dios o negar la posibilidad de la metafísica trascendental a la vista de estas afirmaciones? Parece difícil negar la plausibilidad de una lectura que reproche a Kant la rígida e injustificada limitación de la afirmación de existencia a la de la esencia empírica o fenoménica, una posición cientificista seguramente inducida por el prestigio de la filosofía experimental de Newton. Pues, ¿no podría expresarse sencillamente lo que aquí leemos en el sentido de que, aunque tenemos que afirmar la existencia de Dios, no podemos conocer su esencia, como ha afirmado toda la tradición metafísica de la teología negativa o bien como afirmó poco antes que Kant, y en estos mismos términos, Locke frente a Descartes? No otra posición parece ser la de un racionalismo como el krausiano, que no por profesar racionalismo tiene que dejar de ser crítico e incurrir en los excesos del idealismo, ni renunciar a ser racionalismo integral ("armónico"), sin dicotomías inconsistentes entre la racionalidad teórica y la práctica.

Como Kant, Giner, al decir de G. Morente en el prólogo al tomo VI de sus obras completas, consideró la religión "algo primario, algo radicalmente humano" y "su alma fue -en esta tierra- de las que mejor y más íntimamente han sentido el estremecimiento de lo divino". Sin embargo, como Kant, Giner no consideró la religión un saber susceptible de dogmática racional ni que tuviera que ostentar preeminencia teórica ni práctica frente a la ordenación racional de la vida. Aunque, con Krause y frente a Kant, en un espíritu no obstante kantiano de dignificación racional de la fe, considerase más coherente que la razón misma afirmarse la existencia de lo divino aun reconociendo su carácter insondable e inexhaustible para la razón misma.

b) Por otra parte, es precisamente una peculiaridad de la filosofía krausista no seguir al idealismo especulativo postkantiano -al menos, en rigor, a Hegel, si tenemos en cuenta que tanto Fichte como Schelling fluctuaron en este punto crucial de su filosofía- en la reducción de la religión y la fe a la Ciencia. Un idealismo lógico -o logicismo- como el hegeliano, que absolutiza y absorbe en la racionalidad cualquier instancia no estrictamente lógica de conocimiento, supone igualmente una problemática reducción o disolución ontológica de la infinitud en la finitud. Y la conciencia de la finitud es la nota característica del criticismo. Krause y el krausismo, sin embargo, mantienen clara conciencia del carácter finito de las esferas ontológicas de la Naturaleza y el Espíritu, y de la Humanidad como su combinación armónica, frente a la infinitud del Ser fundamental o/y el ser absoluto. Consiguientemente, religión, fe y hasta misticismo son entusiásticamente afirmados por el krausismo en su singularidad irreductible, que importa a la dimensión de la voluntad y el sentimiento, tal como las concibe la conciencia religiosa común. Y es precisamente éste uno de los rasgos del krausismo que, de acuerdo con consonante interpretación de los estudiosos de este movimiento, posibilitó su arraigo en nuestro país, de acendrada tradición religiosa y mística, además de ética y humanista; práctica, en general. (11) El panenteísmo krausista, como teología racional, o como metafísica teológica, pretende precisamente, con esta original formulación ("todo en Dios", sin separación ni identificación entre ambos términos), demarcarse críticamente respecto del latente panteísmo (y, por tanto, en el fondo, ateísmo) del idealismo alemán, sin renunciar por ello a ese racionalismo que, en tanto que "armónico", recusa los dualismos kantianos. En este modo de salvar críticamente la distancia o diferencia entre finitud e infinitud sin constreñir en modo alguno el papel de la razón como aduanera de todo posible discurso, teórico o práctico, estriba el preciso perfil de la filosofía krausista que en Giner asoma.

III. Naturaleza y Espíritu. La antropología krausogineriana como fundamento de la Filosofía práctica

El tema que ahora nos interesa es la "Antropología" que estudia la noción primitiva, "arquetipo" o "Ideal" de la Humanidad como síntesis de naturaleza y espíritu. Pero en lugar de remitirnos a Krause en su traducido por Sanz del Río "Ideal de la Humanidad para la vida", vamos a aproximarnos de nuevo a él a través de Giner mismo, dado que contamos con otro breve texto suyo sobre el particular. Con ello abordamos el segundo gran problema legado por Kant a la filosofía contemporánea a que nos referimos al principio y de que se hace cargo el krausismo. El hecho es que el análisis krausiano encuentra en el Yo dos esencias finitas, Naturaleza y Espíritu, que lo componen en otra sintética: la Humanidad. Giner también lo asume. Y es también en un texto suyo, "Naturaleza y Espíritu", donde podemos hacernos una idea de la antropología que nos propone. Como en el anterior, nos acercaremos a él de modo analítico y dialógico.

El escrito comienza delimitando el alcance moral o ético, y no ontológico o metafísico, de las teorías materialistas y espiritualistas. Pero lo significativo es que Giner centra su atención en la dimensión práctica. La acepción moral es la que tiene que ver con la estimación de la relativa importancia de la dimensión psíquica del ser humano con respecto a la física, y este es en realidad el problema cuya meditación se plantea. La dimensión psíquica o moral queda identificada genéricamente como una a la que atribuímos fenómenos o fuerzas distintivos, aunque es más interesante e informativo que los haga corresponder con "fines e intereses" propios. Antes de exponer su propia tesis, Giner diagnostica que, en el referido sentido moral de la palabra, todas las doctrinas de su tiempo son "espiritualistas por completo". "Sea que consideremos la vida psíquica como el apogeo de la evolución... sea que admitamos un plan apriorístico, divino y universal de la creación dice Giner- la filosofía moderna se mantiene... dentro de esa concepción jerárquica que pone pone en el espíritu el coronamiento, ni más ni menos que hacían Platón, Santo Tomás, Descartes, Hegel." Y en el análisis justificativo de esa noción incluye con justa ponderación al propio Marx en esta lista. Tanto él como los diversos anarquismos, dice, "serán materialistas en la metafísica, pero son espiritualistas en la ética", y ello porque conceden a la humanidad el lugar preeminente en el mundo, a diferencia de la animalidad. "Es fundada esta posición?", se plantea Giner.

Su análisis consiguiente intenta mostrar que no. Giner hace un repaso de las razones de la concepción espiritualista, ponderando con precisión y finura sus varias alternativas. La naturaleza corporal no ha dejado de ser valorada, ni se ha dejado de comprender su indispensable contribución a la vida psíquica o espiritual, pero en todos los casos se encuentra una misma concepción jerárquica que subordina la naturaleza, o el cuerpo en nosotros, al espíritu. Es decir, el cuerpo es considerado en todo caso, y como mucho, como condición para la vida psíquica, a cuyos fines sirve. No obstante, Giner observa que esta valoración tradicional se debe al término que se elige para la comparación, que es el espíritu mismo. Y plantea adoptar un punto de vista no relativo al espíritu, sino independiente, considerar la cuestión en términos absolutos, es decir: no ponderar el valor de la naturaleza en "relación con los servicios que al espíritu presta, sino tan sólo lo que esa naturaleza representa en sí misma, en sus leyes y productos, como una esfera particular del mundo, de la creación divina, de la energía universal o como se quiera decir." La estética, dice Giner, ofrece buenos ejemplos para ilustrar este problema. Pero también, luego, la ciencia. El punto de vista que se nos ofrece es el de que no cabe atribuir en absoluto menos creatividad, complejidad, riqueza y perfección a la obra de la Naturaleza, que a la del arte o a la de la ciencia que intentar apresar las leyes naturales. Más bien incluso, cabe decir, aunque Giner no acaba de expresarlo, que su valor respecto a estos criterios objetivos es mayor. El arte, en la concepción realista, como mímesis, que tiene Giner a la vista, es no sólo imitación de la naturaleza sino, por su propia intencionalidad, mera "preparación para el natural". "Difícil es, pues, determinar, empieza a concluir Giner, de qué lado está la superioridad entre ambos órdenes." Y "Nada hay superior en el mundo nos dice citando a Kant en su famosa afirmación del final de la Crítica de la razón práctica- a la vida moral y al cielo estrellado. Pero ¿cuál de estas dos cosas es más grande?"

La posición de Giner es armonista: "naturaleza y espíritu son dos órdenes paralelos". Y la "educación", dice, debería orientarse de acuerdo con ello. Giner alinea expresamente su concepción con Spinoza, Leibnitz y Schelling, Krause y Fechner. (12) Pero es la referencia a Krause, o a su propio texto metafísico antes comentado, lo que nos ilumina qué se quiere decir, qué tipo de antropología y, en última instancia, humanismo es este que se pretende superador del griego, medieval y hasta renacentista, como llega a afirmar. Porque muy bien podríamos recusar la pertinencia del punto de vista objetivo, absoluto o metafísico desde el que nos propone su armonismo, efectivamente descentrado del hombre, nada antropocéntrico, y qué consecuencias morales pueda tener, aparte su aplicación directa a una educación realmente integral. El humanismo, el referir cualquier realidad al interés del hombre, podría considerarse no sólo comprensible, sino trascendentalmente ineludible, irrenunciable. ¿Acaso, entonces, se nos propone alguna suerte de nueva heteronomía metafísica que enajene o subordine nuestra humanidad a otras realidades?

No es el caso. La clave de la concepción estriba en que el concepto, el arquetipo de Humanidad krausogineriano, incluye en sí y se entiende como la síntesis de espíritu y naturaleza. Es decir, lo que se recusa es la unilateral identificación del hombre con el espíritu, lo que podría llevar a distorsiones como el angelismo medieval o el culturalismo idealista. El espíritu es constitutivo del hombre, pero no menos que su naturaleza corporal que, por otra parte, como se sugiere en el escrito, no es tan heterogénea y opuesta en su ser al espíritu, sino que ambos comparten las mismas excelencias y se realizan en cooperación armónica en plano de igualdad. La subjetividad, en definitiva, y esto es lo decisivo, no es algo a lo que se renuncie, sino que se sitúa en la síntesis armónica de naturaleza y espíritu. La naturaleza no es, en sentido radical y profundo, algo otro y distinto en el organismo del ser universal. No cabe aquí oposición, subordinación ni dualismo Hombre/Naturaleza porque somos Naturaleza también; el Hombre es síntesis de Naturaleza y Espíritu (el cual no sería sino la autoconciencia de la Naturaleza). Y el verdadero e irrenunciable interés humanista, por tanto, se vuelca sobre esta síntesis constitutiva de la Humanidad. ¿Se trata, quizá, de un mero cambio de palabras o subrepción retórica esta de reiterar un tradicional y problemático dualismo en una formulación armonista? ¿Es realmente distinta esta concepción, por ejemplo y eminentemente, de la antropología cristiana que, con el lenguaje aristotélico-tomista de la unidad sustancial y la doctrina de la resurrección de los cuerpos incluye a estos en nuestra identidad?

Es lo que hay que pensar, lo que cada individuo y generación social tiene que pensar. Porque los matices aparentemente insustanciales a nivel teórico pueden redundar en consecuencias prácticas notables. Por una parte, cierto tipo de dualismos estrictos de sabor gnóstico y maniqueo que cabe encontrar en la tradición universal (en la nuestra occidental, empezando por el el platónico) son inequívocamente descalificados por esta doctrina. En cuanto a la antropología cristiana que, como todas, no tiene más remedio que partir, por fidelidad fenomenológica a los hechos de experiencia, no del dualismo pero sí de la dualidad de la experiencia humana, cabe decir cuando menos que su inicial parentesco tiene mucho que ver tanto con el surgimiento de la doctrina krausista misma, como con el fenómeno de su arraigo e implantación en un país todavía entonces mayoritaria y tradicionalmente cristiano como el español. Sin embargo, es obvio que, prácticamente, la acusación gineriana a la pedagogía tradicional, como índice de su auténtica concepción antropológica y práctica, tiene bastantes visos de verosimilitud. Y fue de hecho esta antropología metafísica krausiana y moderna de nueva factura la que estimuló, en última instancia, la alternativa de la Institución Libre de Enseñanza, en el espíritu de la Escuela Nueva moderna, a la enseñanza tradicional española dirigida por la ideología neotomista.

El denominador común es que con ello se elude una unilateralidad en la concepción del hombre y del humanismo, que es precisamente la que llevó a Schelling y Krause a llamar subjetivista a Fichte pero que nosotros podríamos captar mejor hablando de intelectualismo. En efecto, el idealismo ético de Fichte, proseguidor original del formalismo moral de su maestro Kant, sí podría calificarse de manco y unilateral. Para no entretenernos con ello, y apuntar bien lo que sugerimos, bastará con llamar la atención sobre la influencia de Fichte, envuelto en neokantismo, en la primera filosofía de Ortega, tal como ha sido mostrado con su maestría habitual por Pedro Cerezo en "La voluntad de aventura", pero, sobre todo, la posterior recusación de esa influencia que tilda de culturalismo. Cierto idealismo, pues, sí puede ser unilateral en su concepción ontológica y consiguientemente antropológica y práctica. Pero precisamente por eso ciertas requisitorias del llamado idealismo no son propiamente idealistas, si se las quiere conmensurar con la tradición filosófica occidental en lo que tienen de común, sino más bien simple racionalismo. De ahí que el krausismo llame a su sistema racionalismo armónico, es decir, no unilateral idealismo subjetivista e intelectualista, sino humanismo integral. Porque humanista es esta antropología que ve en la Humanidad la síntesis de la realidad en toda su riqueza y atiende al interés pedagógico por desarrollar todas sus virtualidades.

En este punto tendríamos que estudiar la ética correspondiente a esta antropología. No es posible por razones de espacio, pero sí queremos dejar apuntadas esquemáticamente algunas consideraciones. Aunque no quepa hallar entre los escritos de Giner uno de carácter formal y técnicamente ético, toda su filosofía jurídica y pedagógica asume la ética del krausista "Ideal de la Humanidad para la vida", que plantea una moral del "bien por el bien", de carácter "desinteresado". Pese al fuerte e indudable resabio kantiano de esta formulación deontologista, la krausista (y, por ende, krausogineriana) no deja de ser una moral de la perfección de sesgo clásicamente aristotélico, coherente con el armonismo que el formalismo deontologista kantiano dificultaba en la ética. Su meta no es sino la realización de todas las potencialidades del Ideal o Arquetipo integral de la Humanidad que somos, según acabamos de ver.

Suele considerarse esta, siguiendo a Kant, como una ética material (pese a que la Metafísica de las costumbres kantiana presenta idéntico contenido), y sobre ella pesa como una losa el dictamen kantiano contra la cientificidad de tales éticas, harto discutible aunque aquí no podamos detenernos a mostrarlo. De todos modos, cabe notar que en realidad este tipo de ética no es tan concretamente material sino formal-material, puesto que sólo insiste en la realización de nuestras íntegras potencias. No obstante, hoy lo filosóficamente problemático para la asunción de una moral así estribaría, como es sabido, en la justificación del carácter normativo de cualquier concepción antropológica y, consiguientemente, de cualquier antroponomía. Asistimos a una virulenta deslegitimación del discurso práctico, inducida por un recalcitrante positivismo del que cabría declarar víctima y responsable a la vez a la propia filosofía kantiana, que por él incurrió en ese hiato entre racionalidad y cientificidad que niega radicalmente el carácter científico del discurso metafísico y sanciona el hiato en dicotomías insolubles.

Nos parece, sin embargo, que la vía para solventar el actual impasse teorético de la filosofía práctica pasa por recuperar y no eludir la experiencia de la reflexión ontológica integral que hemos visto practicada en Giner y en la que le hemos acompañado. La restante crítica y refundamentación posible es, sin embargo, una tarea epocal que a nosotros nos corresponde hacer, frente a las actuales fórmulas del escepticismo y el relativismo, siguiendo el ejemplo de Giner. No se trata de mera retórica. En efecto, queremos destacar, para terminar obligadamente nuestro trabajo, un par de textos de Giner que privilegian el valor y el papel de la crítica y la reflexión racional como modo fundamental de ejercitar y desplegar nuestra Humanidad.

Nuestro tiempo, pretendidamente posmoderno, es decir, postilustrado, por tantos patronos o voceros del relativismo escéptico, está viendo cuestionado el triunvirato clásico de la Razón, la Metafísica y el Humanismo por críticas relativizadoras del llamado "logocentrismo occidental"; crítica a la "metafísica occidental" en bloque como trasunto de un Logos dominador y cosificante; recusación de la noción de Hombre y del Humanismo como expresión del mismo. Críticas, sin embargo, que operan bajo el signo del equívoco y la confusión: ¿fueron, por ejemplo, antihumanistas Heidegger y Foucault, o sólo se rebelaron contra determinadas concepciones y usos del Humanismo? ¿Podemos renunciar a creer y apostar por la Humanidad? ¿Desde dónde se hace la crítica y desde dónde podemos superar este presunto destino nihilizante de la metafísica racionalista humanista occidental? ¿O acaso se estará incurriendo de nuevo en situar fuera del absoluto y fuera de la conciencia que lo piensa bien la crítica deconstructiva, bien cualquier pretendida alternativa?

Sólo a través de nuestra reflexión sobre estas mismas cuestiones, es decir, mediante el ejercicio de nuestra racionalidad como luz natural o trascendental es posible cualquier posible resolución de nuestras crisis. Ningún dogma ni oráculo puede pretender sustraerse al canon de la crítica racional. La falta de Ilustración sólo puede subsanarse con más Ilustración. Y no otro es el mensaje, la convicción y la apuesta de Giner en los dos textos a que queremos conclusivamente referirnos en nuestro somero examen de su legado filosófico. Cuyo contenido, propiamente criticista, socrático y kantiano, (13) antiguo y moderno: clásico e irrenunciable, nos parece el núcleo fundamental y más perdurable de su obra.

B. RACIONALISMO Y HUMANISMO

Data de 1871 el texto "Condiciones del espíritu científico", un texto programático de la cultura ilustrada aún pendiente en nuestro país y a cuyo fervoroso intento dedicó Giner su vida entera. Por su claridad y esencialidad, amén de su por su convicción ilustrada del valor esencial de la cultura para la formación humana, casi podría pasar por un texto orteguiano. Comienza así:

"Examinar concienzudamente el propósito que guía a toda empresa y obra humana, interior o exterior, máxima o mínima, y que no es sino la idea del fin mismo, abrazada en la voluntad, alcanza tan capital interés, como que de este examen dependen en primer término el carácter de nuestra actividad y el valor de sus resultados. De un propósito vago, oscuro, o torcido e inadecuado al fin, ora por la imperfección con que éste nos es conocido, ora por la flojedad o la perversión con que lo formamos, mal puede proceder una obra firme, clara, ordenada, conforme a su idea y género, acabada rectamente: buena, en suma."

Giner propugna el valor de la reflexión para toda obra humana. Acto humano es para él acto guiado por la reflexión como condición para acertar en cualquier tarea, para llevar a término la intención de cualquier actividad. No cabe más neto pronunciamiento sobre la esencialidad de la razón, del uso de la razón, para la vida humana. De donde se sigue la rotunda afirmación subsiguiente de que "es la obra de la ciencia, primera en la vida". Pero aclara enseguida: "no porque exceda en mérito y valor a las restantes... sino porque el conocimiento establece el antecedente lógico de cuanto... con propia conciencia, como seres racionales, hacemos." Y los ejemplos no dejan lugar a dudas sobre la plausibilidad de este principio: "Sin idea de Dios, no hay religión posible; como no hay arte sin previo concepto del fin, ni orden jurídico sin el de la justicia. De aquí que el cultivo y purificación del conocimiento sea... base indispensable de la vida." Giner acierta con una expresión sugestiva para mostrar el valor de este racionalismo militante cuando propone "purificar el sentido común y con él la vida toda". Y si parece ya un extremismo y una exageración presentar la Ciencia como "el foco de donde proviene la luz central de la vida y el primer bien a que nos debemos" no es, en realidad, sino porque entiende la ciencia en el sentido integral y radical que antes hemos referido.

Realmente hay aquí un concepción ética y humanista de la Ciencia con mayúscula-. No se la entiende desde un punto de vista utilitario, pragmático, técnico, al servicio meramente de necesidades materiales, sino como realización de la vocación humana a la verdad integral de la vida que por la luz de la razón nos viene. Y en coherencia con su propia teoría, analiza Giner luego el concepto mismo de la Ciencia en tanto que una actividad humana decisiva para la realización de nuestra humanidad. El conocimiento científico difiere del usual, para Giner, por su cualidad antes que por su cantidad, y esta cualidad distintiva es la de dar fundamento de las afirmaciones, lo cual sólo es posible desde la comprensión de la ciencia y la vida como organismo o sistema. A nivel individual eso implica que la opinión se convierta en convicción, y delata como realmente inculto al que "ha aprendido el contenido de muchos libros sin haber llegado a deletrear su propio pensamiento". Sólo hay ciencia y sólo se es conocedor, pues, en la medida en que se pueden dar razones y mostrar relaciones. Giner expresa aquí, como no podía ser menos, su convicción metafísica de que la realidad toda es cognoscible, lo cual es perfectamente compatible con otro valor de cultura al que alude: la conciencia crítica de los propios límites, de la falibilidad y la necesidad de estar dispuesto siempre a someter todo a revisión. Pero no deja Giner de apelar a otra motivación humanista para el cultivo de la ciencia en que el aliento ético es íntegro e inequívoco: por cuanto la Ciencia es tarea de la Humanidad para la realización de su bien, ella no puede ser insensible "a la aflicciones de la Humanidad".

Tendríamos que referirnos aún a otro texto, para terminar. Giner, como se sabe, ha sido calificado unánimemente como un Sócrates español, queriendo aludir con ello sobre todo a su condición de pedagogo. Pero esta función y cualidad es esencialmente afín a la promoción de la autonomía y el espíritu crítico de la Kant fue un ilustrado adalid. El criticismo, con predominio sobre la certidumbre doctrinal, tanto como la íntima conexión o armónica cooperación de la ciencia y la moral en la vida humana son rasgos que asemejan esencialmente a estas figuras paradigmáticas de nuestra tradición cultural, momentos cimeros de la Ilustración antigua y moderna, y que igualmente podemos encontrar eminentemente encarnadas en Giner. El ejercicio autónomo de la racionalidad, sin embargo, tiene un valor de primordialidad en todos ellos. Y para comprobarlo en Giner vamos a referirnos a su escrito "Cómo empezamos a filosofar" (1887), donde es notoria la filiación ilustrada de la concepción gineriana de la filosofía. Es un sustancioso texto que no tiene desperdicio ni inflación retórica decimonónica, como siempre ocurre en Giner, por lo demás. Aquí Giner nos expone su pedagogía intelectual respecto a la filosofía como tarea y empresa. Se trata, pues, de una muestra de la pedagogía del Sócrates español aplicada a la tarea filosófica misma.

Al igual que Kant, Giner entiende que lo decisivo para la filosofía, más que aprender una doctrina como presunta representación definitiva de la verdad, es precisamente la actividad, intransferiblemente personal, de filosofar. Pero dicha concepción se piensa y medita hasta explicitar y exponer a nuestro juicio o consideración los supuestos que la determinan, en franca polémica con lo que considera cierta "pedagogía funesta", que diríamos propia de la "razón perezosa", a la que dice que Kant en vano flageló, si nos fijamos en la concepción pedagógica entonces vigente.

Este es un breve texto que podríamos considerar en gran medida análogo en propósito y estilo a aquel que pasa justamente por paradigma y canon del espíritu de la Ilustración, el famoso folleto de Kant titulado: "Respuesta a la pregunta: ¿qué es Ilustración?" En él Giner recoge indudablemente el legado kantiano en lo que respecta a la propuesta del pensamiento autónomo, el sapere aude, pero lo digno de resaltar es que recoge, más que la letra y los asertos fijados por el propio Kant, el espíritu de su propuesta. El texto es así fruto no de una erudición contraria a dicho espíritu, sino un ejemplo de asunción o integración comprensiva y auténtica. Porque en él, efectivamente, Giner, como Kant, se propone incitarnos a ejercer la libre investigación de la verdad, pero, a diferencia del filósofo alemán (debida a la diferente circunstancia), se cuida de ponderar el justo valor y la función propia del aprendizaje de la tradición. Hay que tener en cuenta que de Kant a Giner ha pasado un siglo, con el idealismo y el romanticismo por medio. Lo que hace Giner aquí es un ejercicio de reflexión ajustado a su circunstancia.

Lo primero, pues, de que Giner nos habla es precisamente de la necesidad que todo individuo tiene de comenzar su desarrollo haciéndose cargo del legado de los mayores en el curso de la vida. Toda educación comienza, hasta no alcanzar la adultez o mayoría de edad, por la recepción del tesoro de esfuerzos y averiguaciones, más o menos fidedignas eso ya habrá de juzgarse oportunamente- por el que tantos otros, antes que nosotros, han laborado:

"Al comienzo de la vida, y aun entrada ya en ella, a cada nuevo grado y a cada nueva relación de nuestra cultura no podemos valernos sólo por nosotros mismos."

Esto para Giner ocurre por ley natural de la vida universal: "El pensamiento no es, contra lo que vulgarmente se dice, una esfera distinta y aun opuesta a la vida, sino parte de ésta, cuyo desarrollo sigue exactamente". La dependencia del aprendiz o educando, pues, se considera natural en tanto que necesaria, forzosa, inevitable, sin alternativa, aunque no se trata de una mera fatalidad, sino que en ello se advierte positivamente una condición de posibilidad para poder alcanzar dicha mayoría de edad: "Necesitamos sostenernos para andar y así, cayendo y levantando, llega el día en que poco a poco nos es dado caminar bajo nuestro propio gobierno." Y, más adelante: "... en el seno de una sociedad adulta, necesita el individuo aprovechar los frutos de la actividad general... ganando de esta suerte un apoyo, una tutela que lo sostenga y lo prepare a la libre dirección de sí mismo".

Pero enseguida se apresta a advertirnos sobre los peligros de no percatarse del carácter relativo, funcional, y por tanto limitado, que tiene la necesaria fase de adoctrinamiento y tutela. Por eso dice de ésta que "no se ha entendido, por lo común, en esta parte de la educación de mejor modo que en las restantes de la vida individual y social." Dichos peligros se concentran en esa que cabe considerar perversión de la intencionalidad natural y propia de la educación mencionada por el término "dogmatismo". Dice Giner:

"la dominación sectaria sobre los espíritus, el afán de proselitismo, doctrinal, tantas otras formas de opresión y coacción más o menos duras muestran cómo aquí también esa tutela se corrompe con harta frecuencia y, en vez de disponer gradulamente al hombre para su emancipación, procura disponerlo para perpetua servidumbre. Mas ésta es enfermedad de la protección tutelar; no es la tutela misma, la cual se funda en el principio universal (ontogénico, que pudiera decirse) de que todo ser... nace siempre bajo el amparo de otro ser adulto, a cuyas expensas se forma y del cual se va diferenciando y elevando hasta lograr el grado máximo de su independencia."

Se trata, como es fácil comprobar, de una glosa del aludido opúsculo kantiano, que igualmente denuncia como perverso el mantenimiento forzado de la tutela más allá de los límites funcionales marcados la minoría de edad. Pero con un énfasis más positivo y ponderado en la necesidad natural misma del pupilaje. De ahí que seguidamente, en ritmo pautado de armonioso contrapunto, de nuevo nos invite Giner a apreciar cómo opera en nuestra formación el estímulo ajeno y, de modo igualmente equilibrado, a la búsqueda de una equidad que procure la mayor eficacia de la crítica, nos llame la atención sobre la diferencia entre espíritu crítico y espíritu de contradicción, como un exceso del individualismo fomentado por la modernidad. Vale la pena escuchar a Giner mismo en este punto:

"... el espíritu de contradicción es aquel que sólo nota lo disconforme, único estímulo que lo pone en actividad; complaciéndose luego en buscar y hallar doquiera el error, el mal; ocasión, en suma, a la censura. Es como el falseamiento del espíritu crítico: éste es objetivo; aquél, subjetivo, tendiendo a desestimar fácilmente todo cuanto no es él y a ponerse sobre el eje del mundo. En los tiempos actuales el proceso de emancipación del individuo ha favorecido el crecimiento de esta verdadera dolencia intelectual, oral y afectiva al compás con que ha favorecido al vano afán de originalidad, la soberbia, la negación, la rebeldía; enfermedades que son como la sombra que oscurece y perturba aquel bienhechor movimiento. Pues es de ley en la historia social como en la psíquica que cada evolución, como cada carácter, lleve aneja la posibilidad de decaer en aquellas formas de extravío que sus condiciones más permiten./ El espíritu crítico no es este espíritu subjetivo y de muerte, sino impersonal, objetivo, de salud, de renacimiento y de vida."

No cabría más oportuna consideración si se estuviera hablando de nuestros propios tiempos. Ni cabe más certera anticipación diagnóstica de la todavía vigente observación de Ortega en su La rebelión de las masas. (Por cierto que las últimas palabras de Giner evocan igualmente una pauta estimativa nietzscheana cuya aplicación a ciertos rasgos del pensamiento contemporáneo no ofrecería la menor duda.)

El verdadero espíritu crítico es impersonal y objetivo, sigue diciendo Giner, porque nos hace independientes no sólo de los demás sino de nosotros mismos, para entregarnos más y más a las cosas. Pero, como ocurre en todos los procesos de la vida, la incitación del pensamiento ajeno es condición y preliminar, hasta que llegue el momento en que "halla el pensador harto más realidad en el objeto que en las concepciones de un Platón o de un Hegel, harto más que ver en la sociedad y el Estado que en los libros de Aristóteles, Montesquieu o Stuart Mill..." Así, se está en el camino de la investigación científica cuando, educados por la incitación de la obra ajena, alcanzamos a ver mucho más en las cosas mismas que en la mejor de sus representaciones filosóficas, científicas o artísticas, aunque el estudio de la obra ajena es el que nos capacita para nuestro acceso independiente para resolver problemas y descubrir otros. Giner achaca a la la enseñanza de su tiempo hallarse lejos de estos principios. Considera que la función de la tutela educativa debe llevarnos como un medio al fin de las cosas mismas, y descalifica la "pedagogía funesta" de encerrar nuestra atención en las obras de los hombres más que en las de la Naturaleza. Eso es, dice, "ignava ratio, en vano flagelada por Kant", "pereza servil, que hasta decoramos con el aparato de modestia".

La pedagogía de Giner, pues, de la que nos interesa su aplicación al pensamiento filosófico, a la tarea de filosofar, no es sino aplicación pendiente de la Ilustración filosófica, del proyecto moderno de emancipación de prejuicios que nos impiden, más que sólo ayudan, a conocer y gozar la realidad misma. La noción de evolución, que integra la Historia, es quizá la herencia del momento idealista y romántico postiluminista que corrige la ceguera de la primera Ilustración. Y reivindica la posible corrección de Kant o de Krause mismo, de Spencer o de Tiberghien, de Comte o de Wundt. "La verdad está precisamente en lo contrario. Las cosas, aunque cognoscibles y pensables, no son unas mismas con el pensamiento, como al idealista parece. Su concepción por el sujeto, en forma de doctrina y de ciencia, es sólo una visión, aunque directa, en parte acaso errónea y siempre limitada de su inagotable realidad, asimismo presente para otras infinitas perspectivas". He aquí, en Giner, innegablemente, el aliento de un raciocinio auténtico que atisba hallazgos esenciales de Husserl ("a las cosas mismas", más allá de las anteojeras contraproducentes, en lugar de gafas, de los prejuicios teóricos, siempre tentativos y progresivamente superables) y de Ortega (con su integración tanto hegeliana como nieztscheana de la pluralidad perspectivística de que se compone la entera verdad de las cosas).

Conclusión

El racionalismo armónico de Giner como humanismo integral, un modelo de clasicismo. Tal podría ser la conclusión de estas páginas ya excesivas pero que creo pueden haber cumplido su propósito de iniciarnos en el conocimiento y la meditación filosófica del pensamiento de uno de los "reformadores de la España contemporánea", como lo llamó Mª Dolores Gómez Molleda en su ya clásico estudio de 1966. Giner fue krausiano, pero el sistema de Krause no se consideró a sí mismo idealista sino, en contraste crítico con el idealismo coetáneo, racionalismo armónico. Es decir, un racionalismo que podríamos llamar integral en evocación de aquel filósofo que abrió la era crítica o aetas kantiana, I. Kant, que se cuidó de reconocer a la razón intereses, dimensiones y usos prácticos, sin querer reducirla al teórico, sea lo que fuere del acierto y coherencia de su intento. A Kant se remite Giner, como en su momento lo hiciera igualmente Krause, no menos que el resto de pensadores de la época. Y de Kant resta y perdura en él como perdurable para nosotros el impulso crítico de un saber racional, autónomo, riguroso, fundamentado, que no elude ninguna de sus tareas, como exigencia y distintivo de la dignidad humana. Una responsabilidad teórica, que no deja de ser práctica y ética (ya Kant señaló la primacía de la razón práctica en la arquitectónica de los intereses de la razón, o sea, del ser humano), como la que lleva, con Kant y más allá de Kant, a recuperar los derechos de la metafísica como proyecto integral y fundamental del saber; fundamento, por ende, de una concepción ética en la que, igualmente, racionalidad y cientificidad tampoco se conciben divididas; expresión de un humanismo no afecto de unilateral y reductivo enfrentamiento dominante a la naturaleza, sino que se quiere expresión sintética de la riqueza de la realidad, de la armonía de naturaleza y espíritu, cuya dirección y frutos cabe advertir eminentemente en la obra pedagógica gineriana.

Sobre la vigencia del pensamiento de Giner nos puede dar una medida, ante todo, la envergadura de los problemas mismos, tan discutidos en nuestra hora como discutibles en el sentido gerundivo del término: no pueden sino seguir siendo discutidos. Y ello por lo que en ellos nos jugamos, queramos o no e incluso independientemente de cómo lo pensemos y definamos: nuestro ser y destino humano mismo, sólo en cuya realidad radical, como diría Ortega, podemos acoger cualquier otra, y para cuya realización no contamos con más fuerza ni garantía que la integral racionalidad que nos constituye. Y ante la cual se alza con modélica eminencia e inesquivable fascinación el ideal de Humanidad encarnado por la figura de nuestro D. Francisco Giner de los Ríos.


1 Ponencia presentada en el Congreso nacional "La herencia intelectual y cívica de Giner de los Ríos y la Institución Libre de Enseñanza", que se celebró en Ronda del 16 al 19 de septiembre de 1998 convocado por las Universidades de Cádiz y Málaga junto con la Asociación Andaluza de Filosofía y el Colectivo cultural "Giner de los Ríos" de Ronda.

2 * Doctor en Filosofía. Profesor del I.E.S. Sierra Sur de Valdepeñas de Jaén. Tesorero de la Asociación Andaluza de Filosofía y co-director de su revista ALFA.

3 Por lo que conocemos, sólo contamos con la Memoria de Licenciatura de José Villalobos editada en la Universidad de Sevilla en 1969 (titulada El pensamiento filosófico de Giner), el libro de S. Lipp de 1985 Francisco Giner de los Ríos: A Spanish Socrates, y el librito de Juan López-Morillas, Racionalismo pragmático. El pensamiento de Francisco Giner de los Ríos, publicado por Alianza Editorial el año 1988.

4 Con esta expresión restrictiva aludimos al descubrimiento de Enrique M. Ureña del hecho de que El Ideal de la Humanidad para la vida no tiene nada de reelaboración libre y adaptativa al talante y la coyuntura filosófica española por parte de Sanz del Río, sino que es, aunque éste lo ocultara, traducción literal de una obra masónica de Krause, no precisamente la que lleva ese título sino otra: el Diario de vida de la Humanidad. El predominio de lo práctico y ético pertenece, pues, a la obra misma de Krause y como comenta M. Ureña-, si bien este descubrimiento resta originalidad al krausismo español, en realidad lo prestigia al hacerlo formar parte de una tendencia filosófica de mayor o incluso universal alcance. Véase M. Ureña, El Ideal de la Humanidad de Sanz del Río y su original alemán, Madrid, Universidad Pontificia de Comillas, 1992; especialmente las páginas xli-xlvii.

5 Juan López-Morillas, El krausismo español: perfil de una aventura intelectual, Madrid, FCE, 1980 (1ª ed., México, 1956), pg. 10, nota.

6 López-Morillas, El krausismo español..., pg. 10.

7 Por ejemplo, el documento de Las habilitaciones filosóficas de Krause (tres; Madrid, Universidad Pontificia de Comillas, 1998), que Krause compuso para poder dar clase en varias universidades alemanas, y la traducción de J. M. Artola de la Ciencia universal pura de la razón o iniciación a la parte principal analítica de la estructura orgánica de la ciencia, con introducción de M. F. Pérez, por el C.S.I.C.

8 Tal es el peligro teórico de la "razón perezosa": cfr. KrV, A 690, nota: "Este es el nombre que los antiguos daban al siguiente sofisma: `Si tu destino es que te cures de esa enfermedad, así sucederá, tanto si acudes al médico como si no'. Cicerón afirma que el nombre de esta forma de argumentar procede de que, en el caso de seguirla, la razón queda privada de todo uso en la vida..." Kant dice en el cuerpo del texto que "podemos dar este nombre a todo principio que nos haga considerar la investigación de la naturaleza como absolutamente terminada en un punto". Se trata, pues, del error de la razón dogmática, que toma por constitutivo el principio regulativo de la razón en sus Ideas.

9 En KrV, B 364-5. No obstante, después, en B 522-527, corrige la afirmación diciendo que lo Incondicionado, más que dado (gegeben), está "propuesto [auf-gegeben]" o se plantea como tarea, ya que un juicio de existencia le está vedado a la Razón (en su sentido estricto, como facultad suprema del conocimiento), al no haber aquí síntesis con la sensibilidad (no podemos conocerlo en sí; de ahí infiere Kant, discutiblemente, que no podemos afirmar siquiera su existencia). La búsqueda de lo Incondicionado se concibe, entonces, como un principio no constitutivo sino regulativo.

10 KrV, B xxvi-xxvii: "... aunque no podemos conocer esos objetos como cosas en sí mismas, sí ha de sernos posible, al menos, pensarlos. De lo contrario, se seguiría la absurda proposición de que habría fenómeno sin que nada se manifestara."

11 Ver, por ejemplo, Elías Díaz, La filosofía social del krausismo español (Fernando Torres editor, Valencia, 19832ª), páginas 20-25.

12 Luis Araquistáin (El pensamiento español contemporáneo, Buenos Aires, Losada, 1962, pg. 29) ha notado que lo que los krausistas consideraban "filosofía novísima" la de Krause, presuntamente superadora de todo el idealismo alemán y toda la tradición occidental, en cuanto filosofía de la tercera y última etapa de la historia de la Humanidad-, en modo alguno era tan novísima, sino, a su juicio, continuadora de una tradición que se remonta al misticismo neoplatónico del siglo III d. C.

13 García Morente, en el aludido trabajo que se recoge en sus obras completas, nos informa de que D. Francisco "Gustaba repetir a menudo el dicho de Kant: 'Yo no enseño Filosofía, sino a filosofar'".
 


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