El búho.
LA GLOBALIZACIÓN COMO RETO A LA DEMOCRACIA. UNA VISIÓN DESDE LA TERCERA VÍA. (1)
José RAMOS SALGUERO (2) *
Granada (España)
(josersalguero@teleline.es)
GIDDENS, Anthony (1999), Un mundo desbocado. Los efectos de la
globalización en nuestras vidas, Taurus, Madrid, Buenos
Aires, México, Bogotá, 2000; 117 págs.
Anthony Giddens es, desde hace
tiempo, uno de los profesores y ensayistas que menos presentación requieren en
todo el mundo. Como sociólogo, su fama queda acreditada por la extensión
mundial de sus manuales universitarios. Como ensayista, su incursión en el
campo del pensamiento político ha alcanzado similar notoriedad como
preconizador de Latercera vía (alternativa al socialismo y el
liberalismo), que los principales diarios del mundo se han encargado de
divulgar, desde el momento en que su autor ha trabajado de hecho como consejero
del primer ministro británico, el laborista Tony Blair. El libro del que nos
ocupamos, último de los suyos entre los muchos traducidos al español, es fruto
de las Conferencias Reith de la BBC para el año 1999 que, por primera vez, se
grabaron en distintas ciudades del mundo y fueron debatidas por Internet, lo
cual se compadece significativamente con el tema abordado en las conferencias y
el libro: "los efectos de la globalización en nuestras vidas", como
reza el subtítulo de Un mundo desbocado, escrito de unas ochenta y
tantas páginas en que se nos ofrece una panorámica finisecular haciendo uso de
conceptos ya elaborados en varios libros anteriores. El objetivo declarado del
ensayo es "abordar un ambicioso conjunto de cuestiones relativas al estado
del mundo en este fin de siglo." Sólo que, como viene observándose desde
hace ya más de una década, es difícil señalar un aspecto de nuestra cultura que
no quepa relacionar o que pueda analizarse independientemente del rasgo central
de la misma que queda comprendido bajo el rótulo globalización o, como
prefieren decir los franceses, mundialización. No obstante, conviene tener en
cuenta, a efectos de la crítica, que no se trata primariamente de una
disquisición teórica sobre lo que haya de entenderse por globalización,
sino de aquel compromiso más lato.
En efecto, dada la resonancia
mundial de la palabra de Giddens, y dado que, como profeta de la Tercera vía,
ha terciado en la arena política, cabe extremar la exigencia de
responsabilidad intelectual y aguzar la mirada crítica ante este breve escrito.
Y no pese a su carácter divulgativo, sino precisamente por él. El tema
de la Globalización ocupa el primer y decisivo capítulo, mientras que la
promesa de amplitud queda cumplida al dedicar los cuatro siguientes a otros
asuntos que, no obstante estar afectados por ese fenómeno global (valga la
redundancia), no podían escapar a su mirada de sociólogo. Riesgo, Tradición,
Familia y Democracia constituyen el resto de un elenco con el que
se quiere hacer justicia a las principales dimensiones, públicas y privadas,
que afectan a nuestro actual modo de vida.
Hay que reconocerle a Giddens la
gracia de un discurso fluido y ameno a la vez que claro y didáctico. Además,
resulta ejemplar y estimulante la libertad y la sencillez con que se atreve a
pensar por sí mismo y ponerle nombre a las cosas (su "tercera vía"
también ejemplifica este rasgo), afrontando los fenómenos mismos, en lugar de
atrincherarse en muros de erudición o montañas de jerga esotérica. Así, el
escrito ante el que estamos resulta atractivo como introducción divulgadora a
su tema, y, más aún, es de los que pueden crear afición a la disciplina desde
la que lo aborda, la sociología. Como toda luz proyecta su sombra, el problema
puede ser, sin embargo, que enmascare la posible complejidad o dramatismo de
los problemas bajo una engañosa claridad que resulte simplificación. Desde
luego, la impresión que Giddens nos transmite sobre su tema es todo lo
"políticamente correcta" que se puede: polémicamente amable,
seductoramente tranquilizadora ante un fenómeno que, no obstante, se declara,
desde la atalaya teórica o contemplativa, "desbocado" y lleno de
"riesgo". Y ello, mediante un habitual expediente conciliador, que
roza el irenismo o contemporización a ultranza, de no dejar sin pronunciar no
más- la palabra contraria a aquella que, en realidad, resulta previamente
privilegiada en el análisis. ¿Una virtud, necesaria para acometer serena y
objetivamente el diagnóstico preciso para una acción eficaz?
Antes que nada, queremos reparar
en el sentido del Título del libro. Giddens afirma haberlo tomado
de otras conferencias Reith anteriores en un cuarto de siglo, cuando el
antropólogo Edmund Leach encerró titularmente la expresión en una interrogación
que, en opinión de Giddens, el tiempo ha convertido en ociosa. La expresión
quiere registrar una sensación generalizada, la de que el mundo está cambiando
con una celeridad inusitada y, sobre todo, afectando verdaderamente, más que
nunca, al mundo en general, como un todo. Así se reconoce, frente a los
milenarismos típicamente recurrentes en la historia, la diferencia crucial,
cuantitativa y cualitativa, de nuestra auténtica transición civilizatoria. Por
otra parte, sin embargo, el calificativo desbocado insinúa que las
fuerzas que operan en esta vorágine espacio-temporal no están sujetas al
control deseable, aunque, como se asienta ya al final de la Introducción,
"podemos y debemos" llevarlo a cabo.
De todas formas, como se nos dirá
en la página 31, Giddens expide la afirmación de que no sólo no es aún un orden
dirigido por una voluntad humana, sino que "está emergiendo de una manera
anárquica, casual, estimulado por una mezcla de influencias". No nos
resistimos, por ello, a apuntar polémicamente aquí, como contrapunto crítico,
esta afirmación de Noam Chomsky (un autor no menos reputado intelectualmente en
su especialidad la lingüística- y no menos significado en su ensayismo político
que el propio Giddens, pese a su menor eco mediático, quizá no ajeno a su mayor
radicalismo ideológico): "Hay en todo esto mucho que es nuevo y
significativo, pero la creencia de que "las cosas no están
controladas" no es muy creíble..." (3) En efecto, la referencia a la fase actual
del capitalismo supondría compromiso con responsabilidades en modo alguno
impersonales, más que vagamente sistémicas y estructurales. Y la omisión de su
papel en la actual marcha de las cosas puede ser digámoslo ya desde ahora- el
defecto más destacable de la obra (4) .
Para comenzar, en la Introducción
nuestro autor hace notar muy oportunamente el agudo contraste entre la
previsión (y la provisión cultural) que la Ilustración como raíz de nuestro
presente- hizo del curso de la historia, por una parte, y, por otra, el mundo
efectivo en el que nos encontramos. El proyecto y la convicción de la
Modernidad estribaba en controlar racional y autónomamente el mundo, frente a
las instancias heterónomas de la impasible naturaleza y la autoritaria
dogmática religiosa. Ciencia y consecuente técnica posibilitarían el dominio de
un mundo "estable y predecible". En cambio, puede observarse que el
medio la tecnociencia- ha resultado en buena medida contraproducente. Nuestro
mundo parece desbocado, lleno de incertidumbres y riesgos, paradójicamente
creados por la intervención del hombre en la naturaleza, con las consabidas
amenazas de cambio climático, deterioro del medio ambiente, efecto invernadero,
agresión a la capa de ozono protectora de la Tierra, etc. Consecuencias no sólo
imprevistas, sino hasta cierto punto imprevisibles desde nuestros medios
actuales de conocimiento y control. Esta situación, comenta nuestro autor,
tiene que ver con la globalización, porque se han globalizado la ciencia y su
aplicación tecnológica, aunque el fenómeno tenga más vertientes y riesgos, tan
ambivalentes como resulta haber sido el de la (tecno-)ciencia, y además influya
en ámbitos mucho más cercanos a nuestra vida cotidiana, que son los que se
abordan en los capítulos del libro.
Bien. Pero, con ser verdaderas
estas observaciones, ciertamente no constituyen toda la verdad ni quizá la más
digna de atención, especialmente en una Introducción, que supone la ocasión de
dar el relieve y la justificación debida a cada parte del libro. Pues, en
efecto, resulta parcial la referencia de nuestro autor a la Ilustración y a
nuestro mundo actual. Y es que el proyecto histórico de la Ilustración no puede
reducirse al interés técnico de dominación de la naturaleza. Lo integraba no
menos el interés emancipatorio de superar la dominación del hombre por el
hombre, la aspiración a la transformación moral del mundo social humano a
través de unas instituciones jurídico-políticas justas, coherentes con la
convicción de la igual dignidad de todo hombre, como réplica a una
revolucionariamente denunciada opresión o represión de la "libertad,
igualdad y fraternidad". ¿Por qué no se hace la comparación a este
respecto con nuestra época, el juicio respecto al destino de aquellas
expectativas? ¿Y no tendrá que ver nada este destino con la globalización?
Giddens reduce aquí la
racionalidad, como asunto de la modernidad, y consiguiente e implícitamente el
problema social, a su dimensión tecnocrática, meramente logística e
instrumental. No encontramos aquí ni la menor referencia de nuestro autor al
problema y los dramáticos avatares ético-políticos de nuestra historia moderna;
ni, consiguientemente, se evalúa la situación actual del mundo, que resulta de
un sangrante y trágico contraste con las sostenidas expectativas de igualdad y
fraternidad (o ¿solidaridad?). Nada sobre la multiplicación de la pobreza,
sobre las nuevas formas de esclavitud, sobre la proliferación de los conflictos
bélicos y sus complejas causas (como no sea la tópica y política alusión al
problema del fundamentalismo). Podrían detallarse abundantemente muchos más
problemas de esta fundamental índole humana que los que se relacionan con la
naturaleza , la Tierra y la ecología. Pero, para la mirada de nuestro autor,
estos problemas no deben de tener mayor importancia, aunque no se oculte por
completo su existencia. En el resto del escrito hay una (sola) referencia a la
creciente desigualdad como "el mayor problema que afronta la sociedad
mundial" (pg. 28). Pero es una referencia puramente nominal, pues no se
nos dice en qué sentido es eso un problema. ¿Será un problema moral o un
problema meramente sociológico creciente aumento de la tensión social y la
conflictividad potencial; incluso descontrol logístico de la inmigración-? Lo
que, sin embargo, sí se nos dice de modo explícito inmediatamente a
continuación es esto: "No valdrá, sin embargo, culpar simplemente a los
ricos"
(5)
. Y a continuación el
razonamiento deriva por abstracciones tan sumarias como exóticas y alejadas de
la cuestión, bajo el refugio de la complejidad del fenómeno de la
globalización. Pues, se nos dice, aunque los países occidentales e industriales
aún dominan los negocios mundiales, la globalización "se está descentrando
cada vez más" y "sus efectos se sienten en los países occidentales
tanto como en el resto." ¿Será que los ricos también lloran? Es lo que se
da a entender. Pero lo que no se entiende ni se explica es qué tiene que ver la
desigualdad económica con que la globalización es un fenómeno crecientemente
global -la única glosa posible-. De lo único que nos habla a continuación
Giddens como argumentación de su juicio es de lo que llama colonización
inversa, de lo que "los ejemplos abundan": latinización de Los
Ángeles, emergente sector de la India orientado a la alta tecnología y que en
Portugal compran programas televisivos brasileños (pg. 29). ¿Son fenómenos
comparables?
En este punto, pues, nuestra
lectura no puede ser simplemente crítica o suspicaz. Tiene que ser, por fuerza
(moral), una denuncia tajante. Científicamente, por así decirlo, es inexcusable
la insuficiencia del cuadro que se nos pinta. Moral y políticamente, es
inadmisible su color o, mejor dicho, su falta de color (6) . Es teóricamente raquítico destacar en la
Introducción, entre los dramáticos problemas sociales pendientes de resolver
-para una sensibilidad verdaderamente global y cosmopolita-, la lucha del
fundamentalismo y el cosmopolitismo. "El campo de batalla del siglo XXI
enfrentará al fundamentalismo con la tolerancia cosmopolita... La tolerancia de
la diversidad cultural y la democracia están estrechamente ligadas..." (pg.
17). Al menos, se reconoce como un problema el de la extensión de la democracia
más allá de sus límites actuales, por lo que cabe esperar que al tratarse de
ella pueda acometerse la decisiva relación entre Estado y sistema económico. Junto
al primero, pues, ese capítulo resultará concluyente para una dilucidación
crítica.
En el primer capítulo, se refiere
someramente la Globalización, tras una ilustración anecdótica,
como el conjunto de influencias que se impone en todas partes del globo. Y
enseguida Giddens registra las diferentes posturas polémicas ante un concepto
cuya repentina generalización difumina la nitidez de sus contornos. Distingue
dos bandos opuestos, los "escépticos" y los "radicales". Según
los "escépticos", que se oponen a la globalización en bloque, no hay
tal globalización, pues a su parecer la economía funciona como antes; en
realidad, el comercio exterior atañe a una parte pequeña de la renta de los
países, y además de hecho se sigue dando sólo entre regiones, sin ser
verdaderamente mundial. Así que los gobiernos aún pueden controlar la vida
económica de sus países. Para ellos, que suelen situarse en la izquierda del
espectro político ("especialmente en la vieja izquierda", insinúa
Giddens), la globalización es más bien un mito difundido por la ideología
librecambista para desmantelar el Estado y los sistemas de bienestar. Para los
"radicales", sin embargo, la globalización es una realidad nueva y
revolucionaria. El comercio está mucho más desarrollado, y el Estado y los
políticos han perdido soberanía y control sobre los acontecimientos.
Pero Giddens se apresura a dar
enseguida la razón a los "radicales", haciendo notar la novedad que
supone no ya el aumento del comercio sino el flujo financiero electrónico,
cuyo rápido y global movimiento como meros dígitos en un ordenador- puede
desestabilizar súbitamente economías tan sólidas como parecía la asiática hasta
su reciente colapso. El volumen de transacciones económicas mundiales se ha
multiplicado, con ello, vertiginosamente. No obstante, para Giddens ni
escépticos ni radicales perciben que la globalización no es sólo un fenómeno
económico, sino también político, tecnológico y cultural, promovido
fundamentalmente por los avances en los sistemas de comunicación, cuyo flujo
informativo altera la vida cotidiana de todo el mundo. "Seamos ricos o
pobres", observa Giddens, hoy podemos conocer más a Nelson Mandela que a
nuestro propio vecino (pg. 24). La progresiva y beligerante igualdad de las
mujeres con los varones- en todo el mundo, con sus repercusiones afectivas,
laborales y políticas, tampoco es un hecho ajeno a la influencia comunicativa global.
Así como puede atribuirse también a la presión globalizadora el resurgimiento
de localismos culturales, con sus consecuencias políticas y bélicas. El propio
colapso del comunismo soviético se relaciona causalmente -de modo atinado- con
el mismo fenómeno: "el control ideológico y cultural en el que se basaba
la autoridad política comunista no podía sobrevivir en una era de medios de
comunicación globales... evitar la recepción de emisiones de radio y televisión
occidentales. La televisión jugó un papel directo en las revoluciones de
1989" (pg. 27).
Sin embargo, salta críticamente a
la vista, yendo al meollo de la cuestión, que el término
"neoliberalismo", de difusión quizá poco menor que el de la
globalización que se analiza, no aparece ni una sola vez en el discurso. La
única alusión, indirecta y de soslayo, es al librecambismo. Lo cierto es que,
con este recurso, en realidad se elude la confrontación y el debate del núcleo
más polémico de la cuestión. Mas notar que la globalización tiene tantas dimensiones
como el mundo o nuestras vidas es una verdad trivial y no parece que constituya
una enseñanza global que corrija el "error" de "escépticos"
y "radicales", como pretende Giddens (pg.23). Por el contrario, el
error o la ceguera podrían consistir, más bien, en no percatarse de que la
dimensión más agresiva y amenazante de la globalización es precisamente la
económica (y, consiguientemente, político-económica), o en no reconocer en ello
la explicación de la polarización polémica que él mismo registra, que no se da
en vano ni es una cuestión retórica (7) . Giddens no lo reconoce así ni abunda ello. Sin embargo, tampoco deja de
registrar que "Los flujos económicos están, ciertamente, entre las fuerzas
motrices especialmente el sistema financiero mundial-" de los cambios
globalizadores promovidos por diversos factores, "algunos estructurales,
otros más específicos e históricos". Incluso añade una observación que
vale teóricamente y podría valer polémicamente su peso en oro: "No son,
sin embargo, fuerzas de la naturaleza. Han sido modeladas por la tecnología y
la difusión cultural, así como por las decisiones de los gobiernos de
liberalizar y desregular sus economías nacionales" (pg. 26). Pero de nuevo
su pronunciamento se queda sólo en una esquemática declaración nominal que sólo
abstractamente equilibra el planteamiento.
Programáticamente, pues, Giddens
no es un neoliberal radical, aunque el uso que él ha dado al término
"radical" podría confundirnos, puesto que él se alinea en este texto
con los radicales partidarios de la globalización. Es manifiesto que Giddens
corteja su hipotética "tercera vía", pues el equilibrio abstracto y
retórico matiza su discurso. Pero se echa de menos una distinción crucial como
la avanzada por Ulrich Beck, entre "globalismo" como ideología
(comandada por el neoliberalismo) y globalización como proceso estructural de
la civilización informática (8) . Giddens elude en estas conferencias que el avance globalizador más
ofensivo y objetivamente peligroso no sólo es el de las fuerzas económicas,
sino que se acompaña de una ideología beligerante, decisiva para su
legitimación y extensión, que en modo alguno puede identificarse con una
"globalización económica" con respecto a la cual "oponerse"
y "optar por el proteccionismo económico sería una táctica igualmente
errónea para naciones ricas y pobres" (pg. 29). En otras palabras, la
globalización económica no es un hecho estructural simple y sin alternativas. La
polarización inicialmente reseñada por él entre escépticos y radicales no
distinguía entre hechos y tendencias, y de ahí la incongruencia de definirlos
en parte como opuestos en cuanto al reconocimiento del hecho mismo de la
globalización. Asimismo, es oportuno constatar la equivocidad no inocua ni
imparcial de los términos elegidos para referir sumariamente esta
contraposición. Porque el calificativo "escépticos" prejuzga ceguera
o renuencia contumaz ante la realidad, mientras que el de "radicales"
se apropia de las connotaciones progresistas innegablemente asociadas
tradicionalmente a la izquierda, paradójica e irónicamente para adscribirlas a
los voceros del evangelio de la globalización económica.
Nos parece que un planteamiento
tan sesgado o, quizá mejor, segado- como el presente incurre en oscurantismo,
pues adolece de falta de rigor científico y respeto ideológico. ¿De qué sirve
la mera apelación abstracta y nominal, de nuevo, a la creciente aunque todavía
no impotente deficiencia inane e ineficaz equilibrio retórico, aunque quizá
políticamente efectivo o efectista- de los actuales Estados-nación con respecto
a la dinámica del nuevo orden global (pg.30), si no se explica la relación
crítica que esta realidad política tiene con la nueva economía? "La
política económica nacional no puede ser tan eficaz como antes", se nos
anuncia como un hecho irrefragable. Pero la frase que continúa la aseveración
vuelve a efectuar un quiebro que descamina el nudo de la cuestión: "Más
importante es que las naciones han de repensar sus identidades ahora que las
formas más antiguas de geopolítica se vuelven obsoletas (pg. 30)". Más que
"la complejidad del fenómeno" de la globalización que se reconoce en
la pg. 29, respondiendo a la pregunta de si "¿es la globalización una
fuerza que promueve el bien común?", lo que se practica aquí es una
confusión de planos. Y en lugar de dictaminar que la emergencia del nuevo orden
tiene lugar "de una manera anárquica, casual, estimulado por una mezcla de
influencias" (pg. 31), habría que haber analizado, en lugar de obviar, el
carácter dependiente y jerarquizable de la importancia relativa de esos planos
diversos. Porque lo que está en juego, crucialmente, en la globalización como
problema es un debate nada nuevo -la relación entre capitalismo y
democracia, o entre Estado y mercado- que la ideología neoliberal ha querido
esquivar fundándose en una exhibición del más tosco de los positivismos: la
presunta refutación histórica y fáctica del socialismo por el derrumbe del
comunismo soviético, como si la identificación de socialismo y comunismo
soviético, recusada ya desde el primer tercio de siglo por innumerables
socialistas, resistiera el más elemental análisis político y filosófico (9) . Ya se sabe, sin embargo, que en la
sociedad informática repetir equivale a demostrar. Y esta arrogante ideología
neoliberal se ha prodigado y predicado con tal desfachatez su fundamentalismo
económico que parece absurda cualquier otra opinión. Es lo que se ha llamado pensamiento
único, pontificando interesadamente el fin de la historia, quizá
sabedor de que el que predice produce, sobre todo si se encarga de acallar
otras voces divergentes. Giddens, como es sabido y hemos repetido, se ha
ocupado de esta polémica en anteriores libros. Pero resulta significativo que
no se aproveche la oportunidad para hacer una proclamación pertinente. Quizá
ello se debe, sencillamente, a que su posición, aparte del diagnóstico bastante
extendido acerca de su inanidad (teórica, no así pragmática), en realidad deja
incólume la nueva economía mercantilista con respecto a la intervención del
Estado (10) .
Pero prosigamos nuestro examen,
siguiendo siempre el hilo conductor que hemos propuesto como criterio principal
de juicio, y por ello sólo dando una cuenta sumaria del resto de las
cuestiones. Según Giddens, "Las naciones afrontan hoy riesgos en lugar de
enemigos" (pg. 30). Pero no se nos especifica qué riesgos, si es que se
trata de algo más que de un inocente trueque terminológico. Al parecer, acabada
la confrontación de bloques entre la Unión soviética y el bando occidental, ya
no hay "enemigos" ni adversarios organizados. No vamos a hablar ya de
clases en lugar de naciones; aún más "obsoleto". Pero, ¿qué
hay del capital? ¿Habrá dejado, como el Diablo, de existir, o habrá que dar por
buena su definitiva canonización por la propaganda neoliberal? Si acudimos al
segundo capítulo, dedicado al Riesgo como una característica
distintiva de la sociedad moderna, orientada al futuro, y diferenciado de la
amenaza o peligro por tratar con la incertidumbre de lo nuevo e imprevisible,
se nos dice que "una aceptación positiva del riesgo es la fuente misma de
la energía que crea riqueza en una economía moderna" (pg. 36). Entonces,
convenientemente apartado del proceloso océano de la globalización, entra en
escena y aparece mencionado por primera vez el "capitalismo" como la
estrategia moderna, mediante la invención de la contabilidad y los seguros,
para la dominación del riesgo. Y se acabó el papel de este personaje secundario.
Tras distinguir entre riesgo "externo", el proveniente de la
naturaleza o la tradición, y el nuevo riesgo "manufacturado", creado
por la misma intervención tecnocientífica del hombre en la naturaleza, comentar
nuestra ambivalente relación de hoy con la ciencia y reconvenirnos a asumir,
pese a todo, y con una discrecional prudencia, el riesgo en tanto
"elemento esencial de una economía dinámica y una sociedad
innovadora" (pg.48), se acaba este acto.
En los capítulos sobre Tradición
y Familia se comentan los cambios que la modernidad ha
inducido en estos terrenos y la inevitabilidad de que antiguos modos de vivir
sucumban definitivamente en la era global. Los problemas que se tratan -la
necesidad del cosmopolitismo frente al fundamentalismo (el modo tradicionalista
de defender las necesarias tradiciones, que no se restringe al campo religioso)
y la emergencia de las relaciones personales "puras" (o purificadas
de cualquier otro fundamento y sostén que no sea una igualitaria comunicación
emocional)- abundan en una característica progresista que se impone en el nuevo
mundo definitivamente: ni religiones ni relaciones personales pueden sobrevivir
sin asumir la necesidad de justificarse, de dar razón de sí, en un caso (frente
a la reactivación de fundamentalismos), o de corresponsabilizarse de la
relación, en el otro, aceptando por honestidad y respeto a la libertad los
nuevos modos de relación familiar. La racionalidad dialógica se impone y recibe
la bienvenida, y ello tiene que ver con el último tema importante, a juicio de
Giddens, en nuestro fin de milenio.
Tan acertada como inexcusable,
pues, resulta entonces la elección del tema de la Democracia para
cerrar el elenco temático. No se trata meramente de que sea el tema que da
término al análisis, sino de aquel que puede dar cumplimiento al deseable
control de nuestro mundo en todos sus demás aspectos. Como no podía ser menos,
pues, Giddens se muestra consciente del carácter decisivo de la democracia para
el adecuado encarrilamiento de nuestra sociedad global. Pero hablar de la
democracia es hablar del Estado, y este es el lugar, pues, para comprobar qué
tiene que decir nuestro autor sobre el crucial tema pendiente de las relaciones
entre Estado y mercado o democracia y capitalismo. Es decir, para pronunciarse
sobre la incidencia de la ideología neoliberal beligerante en el proceso
globalizador y cuál ha de ser el papel del Estado en la economía. Ya al hablar
de las relaciones personales, Giddens proponía la "democracia
emocional" como el modo más racional y eficiente de comunicación humana. Se
trata de promover la libertad y la igualdad en todos los niveles de las
relaciones. Al pasar a la dimensión política de la democracia, y tras constatar
como buena nueva de nuestros tiempos su progresiva extensión mundial,
coadyuvada por factores causales difícilmente reversibles (es incompatible un
mundo de comunicación activa con regímenes autoritarios, se observa en la pg.
86), Giddens nos ofrece una observación atinada y esperanzadora: que el
paradójico desencanto ante la práctica democrática en las democracias más
viejas no significa desafección por los procedimientos democráticos,
sino por la corrupción de los políticos (ver pg. 87), aunque en ello influya el
que "los límites de lo que se considera corrupción han cambiado" (pg.
89).
Por eso señala que lo que se
necesita es "una profundización de la propia democracia. Lo llamaré democratizar
la democracia" (pg. 88) por arriba y por abajo: además de llegar, como
se dijo, a una democracia en el ámbito de las relaciones personales, hay que
extender la democracia transnacionalmente. Es la respuesta global que necesita
una era global, en la que "las fuerzas que mueven el mundo... sobrepasan
el ámbito del Estado-nación" (ib). Pero cuando podíamos
esperar que el autor definiera ante todo cuáles son los objetivos o las
tareas más perentorias de la democracia en nuestro mundo globalizado, nos
encontramos con que sólo se plantea los modos profundizar y extender la
democracia. Con ello, Giddens vuelve a sortear la dimensión más problemática
del asunto, abundando en lo que, de este modo, resultan meras abstracciones
formalistas sobre la democracia. Es decir, nos encontramos con una concepción
procedimentalista que nos recuerda la tradicional crítica socialista a la
democracia formal. No se alude ni de soslayo ningún fin concreto, principal o
especialmente crítico con respecto al cual la democracia pueda ser utilizada
como el instrumento o la fuerza cuyo valor tanto se encarece y preconiza: en
particular, ni si la instancia estatal transnacional, por supuesto-, o una
democracia globalizada, ha de regular en alguna medida "los flujos
económicos" actuales (en lugar permitir o apoyar la neoliberal
desregulación del mercado), ni si debe, y en qué medida, responsabilizarse, si
no del "bienestar", sí de la justicia social y los derechos humanos
en este mundo que se reconocía al principio de "creciente
desigualdad", y no sólo de las libertades civiles.
No obstante, es impensable que el
autor no tenga en cuenta tamaños y tan insoslayables retos. Por eso hemos de
ver en su propuesta una respuesta implícita a los mismos. Y lo que encontramos
como sugerencia para "democratizar la democracia" (una ingeniosidad
que ahora se nos muestra menos ingenua e inocua de lo sospechable en principio)
es el "fomento de una cultura cívica sólida. Los mercados no pueden crear
esa cultura. Y tampoco un pluralismo de grupos de interés. No debemos
pensar que sólo hay dos sectores en la sociedad el Estado y el mercado, o lo
público y lo privado-. En medio está la esfera de la sociedad civil y otras
instituciones no económicas. Construir una democracia de las emociones es parte
de una cultura cívica progresista. La sociedad civil es el terreno en el que
han de desarrollarse las actitudes democráticas, incluida la tolerancia. La
esfera cívica puede ser fomentada por el sistema pero es, a su vez, su base
cultural" (pp. 90-91). La adscripción neoliberal de este planteamiento,
que hace recaer sobre la sociedad todas las críticas responsabilidades de la
hora presente (la "creciente desigualdad", el problema ecológico,
etc.) liberando de ellas al Estado-, apenas puede pasar desapercibida a un
análisis riguroso. Sería difícil negar la conveniencia y urgencia de una
"cultura cívica sólida", irreductible al Estado, así como el inevitable
(y deseable) carácter circular o dialéctico de la influencia entre Estado y
esfera civil. Ahora bien, ¿qué papel se le asigna al Estado, qué es "lo
público"? ¿Acaso es reductible al juego político del "pluralismo de grupos
de interés" o tendrá sólo el papel de garante legal del principio
básico del capitalismo, el cumplimiento de los contratos? Efectivamente,
no puede esperarse todo del Estado en la medida en que la política consista en
la presión de grupos de interés particulares. Pero el Estado no es sólo
la política, ni los grupos de interés han de tener intereses sólo particulares.
Es decir, el Estado, como entidad jurídico-política, puede y debe reflejar
intereses democráticos es decir, sociales- de bien común, no intereses
de grupo sino universales o universalizables, cuales serían los derechos
humanos y la justicia social. Aunque el autor llega a mencionar el peligro que
supone para la democracia el poder que pueden ejercer "magnates
financieros no elegidos" de las "empresas multinacionales gigantes de
la comunicación" -pg. 92- (como está siendo ya el caso de Berlusconi en
Italia), ¿de qué sirve esta escueta indicación sin definir qué poder de
intervención real en la economía ha de tener el Estado? Así, ¿qué podría decir
ante el reciente aviso de Jeremy Rifkin sobre los planes de compra y
privatización por parte del capital privado del total espectro electromagnético
de las radiofrecuencias en que se desenvolverán cada más por completo las
comunicaciones en nuestro mundo global, y que ahora mismo controla el Estado? ¿Sería
posible entonces una comunicación plural, libre y liberadora? (11)
En definitiva, este único texto que Giddens ha dedicado expresamente al tema de la globalización aligera y alegra engañosamente la cuestión mediante el escamoteo de sus dimensiones más controvertidas y controvertibles. Las escuetas y genéricas manifestaciones sobre nuestra posibilidad de control y la esperanza optimista en el futuro resultan tan benevolentes y apaciguadoras como ingenuas e insuficientes para atajar con garantías de eficacia el difícil reto de ponerle bridas a lo que llamaríamos remedando su título- el capitalismo desbocado como principal peligro, a nuestro juicio, para nuestra civilización. Lo que merece consideración perentoria es el globalismo neoliberal, y no ya sólo como teoría sino como acción desenfrenada que a un sociólogo, como observador de la realidad social, no debería pasarle inadvertida (12) . Como pasaba en anteriores obras suyas, el -al parecer- hoy "santificado" capitalismo apenas necesita ya la purga de la crítica. Pero, en cualquier caso, sin un intervencionismo estatal como el del Estado del Bienestar (por mucho que quepa corregir pragmáticamente su gestión) que, por principios irrenunciables (por verdadero "radicalismo" socialista o socialdemócrata), mantenga el Estado social frente al ataque no mera amenaza- de la avaricia maquiavélica no por desaforada menos organizada, la democracia se queda en una cáscara formal de pura gestión del poder, mediáticamente manipulable (13) . En apoyo de esta reivindicación, vale señalar, para terminar, la lúcida constatación de Leonardo Boff de que el capitalismo ya ha mostrado que él tampoco (como el comunismo soviético) resuelve los problemas de la humanidad (14) : ni el respeto a la Tierra como bien común ni la justicia y solidaridad. Y es la sensibilidad ante esta dramática realidad la que, más allá de racionalizaciones y disputas ideológicas, debería constituir el rasero con que evaluar el rumbo de nuestro mundo actual.
La aportación, en fin, que hay que juzgar como la más positiva e interesante del autor puede ser su afirmación ya citada de que los factores globalizadores "no son fuerzas de la naturaleza" (pg. 26), junto a su oportuna y valiosa incitación a radicalizar la democracia. En todo caso, no le falta razón al advertirnos de que es tarea crucial e intransferible de la esfera civil de la ciudadanía el compromiso por ponerle brida si es que no cabe freno- al curso de nuestro mundo cada vez más global.
1 Recensión aceptada para su publicación original en papel en la revista ANALES DE LA CÁTEDRA FRANCISCO SUÁREZ, editada por la Cátedra Francisco Suárez y el Departamento de Filosofía del Derecho de la Universidad de Granada (España), para el número de 2001 (en prensa).
2 * Doctor en Filosofía. Profesor del I.E.S. Sierra Sur de Valdepeñas de Jaén (España). Tesorero de la Asociación Andaluza de Filosofía y co-director de su revista ALFA.
3 Noam Chomsky, El beneficio es lo que cuenta. Neoliberalismo y orden global, Barcelona, Crítica, 2000 (or., 1999: Profit over people. Neoliberalism and global order), pg. 43.
4 No es cuestión de referir una lista bibliográfica sobre el tema de la globalización, de hecho ya bastante abundante. Pero, como botón de muestra, y Chomsky aparte, podemos encontrar desde el polémico y agresivo (o defensivo, según se mire) título de Hans-Peter Martin y Harald Schumman La trampa de la globalización. El ataque contra la democracia y el Estado del bienestar (Madrid, Taurus, 1999) hasta el extremo neoliberal de Carlos Rodríguez Braun Estado contra mercado (Madrid, Taurus, 2000), pasando por la posición intermedia de Luttman en un título, sin embargo, tan significativo como Turbocapitalismo. Quiénes ganan y quiénes pierden con la globalización (Barcelona, Crítica, 2000). Para una visión, no obstante, no sólo más sistemática sobre la globalización sino optimista y constructiva sin dejar de ser crítica, consideramos importante el libro de Leonardo Boff (1994), Nueva Era: La civilización planetaria, Estella (Navarra), Verbo Divino, 1995.
5 Confróntese con esta afirmación de Vicenc Fisas, titular de la Cátedra UNESCO sobre Paz y Derechos Humanos, en El País, 30 de abril de 2000: "Como nos recordaba John Berger no hace mucho, la pobreza de nuestro siglo no es el resultado natural de la escasez, sino de un conjunto de prioridades impuestas por los ricos al resto del planeta" (subrayado nuestro).
6 La urgencia de esta actitud crítica es puesta de manifiesto así mismo por Vicenc Fisas (art. cit. en nota anterior): "Tenemos el deber moral y la responsabilidad de conocer y debatir aquellas tendencias que continúan provocando exclusión, sufrimiento, deterioro ambiental, pérdida de oportunidades, desequilibrios e injusticias, ya sea a nivel regional o internacional" (subrayado nuestro).
7 Cfr. Johannes Nymark, en El País, 6 de mayo de 2000, en el artículo Democracia y globalización: "El control democrático disminuye y los programas de bienestar social se ven gravemente deteriorados. Se puede uno preguntar si éste no es el objetivo mismo de la globalización económica, sobre todo teniendo en cuenta la lógica de ganancia del capital."
8 Véase Ulrich Beck, ¿Qué es la globalización?, 1998, y La democracia y sus enemigos, 2000; ambos en Barcelona, Paidós, así como su esclarecedora entrevista en El País, 25 de noviembre de 2000.
9 La debilidad especulativa de este pensamiento, encabezado por un representante de la Administración norteamericana, F. Fukuyama, a partir de cuyo El fin de la historia ha publicado sucesivamente otro par de libros autocorrigiéndose, está magistralmente mostrada, por ejemplo, por José Luis Pinillos en su recensión del último libro en Saber/LEER, abril de 2001. Por lo demás, también podría decirse que la pretendida sanción del capitalismo en función del derrumbe del comunismo incurre en una falacia lógica: lo uno no se deduce de lo otro, porque no se trata de una disyunción exclusiva de otras alternativas a la que aplicar el principio de tertium non datur.
10 Para un cuestionamiento sobre la pretensión de que la Tercera Vía suponga una alternativa real al neoliberalismo, puede verse, como botón de muestra, Martín Jacques (ed.), ¿Tercera Vía o neoliberalismo?, Icaria, Barcelona, 2000.
11 Jeremy Rifkin, La venta del siglo, en El País, 5 de mayo de 2001 ("... Cuando el mismísimo derecho de comunicarnos unos con otros ya no esté asegurado o garantizado por el Gobierno sino controlado por poderosos conglomerados de medios de comunicación que se mueven en la arena comercial global, ¿podrán seguir existiendo las libertades básicas y la verdadera democracia?...").
12 Más acá de ideologías, en efecto, no debería dejarse de notar y denunciar cómo está o sigue- operando el gran capital: tramposamente, en dos sentidos básicos. Uno, por predicar la liberalización o desregulación total y global mientras que, incoherentemente, fuerza de modo chantajista la asistencia de los Estados en forma de privilegios fiscales y lisas subvenciones (de ahí que Ramón Fernández Durán, en La explosión del desorden: la metrópoli como espacio de la crisis global, Madrid, Fundamentos, 1994) hable de capitalismo asistido. Otro, por maquinar innúmeros modos de burlar la contribución fiscal debida al mismo Estado los contribuyentes, o sea: los económicamente débiles que no pueden, aunque quisieran, eludir sus contribuciones- que sufraga las infraestructuras (luz, agua, carreteras, etc.) de que el gran capital se aprovecha para instalar sus empresas (como se documenta en La trampa de la globalización, obra citada ya en nuestra nota 2).
13 En La trampa de la globalización (ver referencia en nuestra nota 2), se informa de que la tendencia estructural e intencional del desarrollo capitalista aboca a una sociedad "20:80", donde el 20 por ciento de la población activa producirá, debido a los avances tecnológicos, los bienes necesarios para la humanidad. Esto quiere decir que si no se quiere condenar al paro a la mayoría social, se impone la necesidad de una regulación política mundial de la economía y, por tanto, un rechazo del "turbocapitalismo" (Luttman).
14 Leonardo Boff, o. c.,
pg. 82.