Hablar mal de España es propio de españoles. Si es cierto que la “tibetanización” política de la Península en tiempos de Felipe II desenganchó nuestro vagón del tren de la modernidad, no es menos seguro que muchas de las ideas que cuajarían en los grandes sistemas racionalistas, empiristas, críticos e idealistas, de los que brotaría como dragón fabuloso la ciencia de Newton, de Kant o de Darwin, germinaron en la España del Renacimiento, como plantones que se criaron frescos y de prisa al calor de la península, para fructificar después más lentamente en climas fríos en gélidos sistemas.

La extravagante opinión de que en España no hubo Renacimiento es fácilmente desmentida por el fulgor dorado de estos palacios e iglesias que hemos escogido como escenario para nuestro decimotercer congreso: la ciudad de Úbeda, hija del histórico Santo Reino y hermana de Baeza, ambas consideradas, precisamente por su monumentalidad renacentista, “patrimonio de la humanidad”. Pero no es sólo cuestión de arquitectura italianizante.

Por desgracia, los textos de nuestros grandes humanistas y filósofos del Renacimiento, y aún de la baja Edad Media, duermen el sueño de los justos en bibliotecas polvorientas. Y sin embargo, toda la Astronomía que se supo en Europa desde el siglo XI hasta Copérnico era de origen hispano. Hoy está fuera de duda la decisiva contribución de Guevara al nacimiento del ensayo moderno, la influencia de Sibiuda en Montaigne o la de Gómez Pereira en Descartes, la del Brocense (aclamado por Chomsky) en la lingüística de Port Royal, la de Domingo de Soto en Galileo, la de Suárez en Leibniz, la de Huarte en el idealismo alemán, o la de Gracián en el pesimismo de Schopenhauer y en el vitalismo de Nietzsche, así como la decisiva contribución de la noble y sutil Escolástica española en el derecho internacional y la filosofía democrática moderna.

Aunque encallase en el verbalismo especulativo, puesto que hemos abrazado con más gusto la historiografía protestante que la propia, llamamos “tardía”, por ejemplo, a dicha Escolástica hispana, en lugar de “magistral” o “plena”, o no consideramos que Pérez de Oliva, Pérez de Moya, Fco. de Vitoria, Balmes o Amor Ruibal, Gaos, García Morente o Juan Larrea, D’Ors, Ferrater Mora, Julián Marías, Zubiri, Zambrano, Agustín García Calvo, Gustavo Bueno, Savater, Trías, Guisán, Cortina, Camps, Marina, Gómez de Liaño, Echeverría, Gómez Pin o Pedro Cerezo, ¡y tantos otros!, merezcan aparecer en un manual actualizado de Historia de la filosofía. Cualquier librillo à la page en inglés, francés o alemán se nos antoja más sagrado, precisamente, y muchas veces, porque resulta redundante, contradictorio o ininteligible. No extrañe que nuestros autores acaben leyéndose solos a sí mismos.

Recoger aquel hilo de Ariadna sostenido por eminentes universitarios o por heterodoxos y herejes, por reformistas del espíritu cristiano como Vives o Servet, o por visionarios constructores de máquinas, puede ayudarnos a salir del laberinto obscuro de la posmodernez, descubriendo lo mejor de nosotros mismos, incluso las limitaciones y excesos de lo que se cosechó y se pudrió fuera, mientras que aquí sus tiernas raíces seminales eran pisoteadas por el fanatismo, despreciadas u olvidadas por la intolerancia de los “cristianos viejos”.

Pero el objetivo de nuestro congreso no debe ser exclusivamente arqueológico, aunque ya sería notable logro incentivar el estudio de aquellos que por primeva vez usaron el español como lengua científica, o valioso animar la publicación de ediciones críticas de nuestros clásicos del pensar, que los hubo en abundancia, de los que como Fox Morcillo quisieron conciliar la Academia con el Liceo, e incluso durante los siglos más oscuros, héroes solitarios que ni siquiera merecen el honor del monumento o la calle que dedicamos a tonadilleras o a  toreros.

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A la crisis decimonónica y a las primeras décadas del siglo XX acompañó una Edad de Plata de nuestra literatura y un despertar de la conciencia crítica y de esa vigilia de la atención que nutren la filosofía y orientan el vuelo nocturno del mochuelo de Atenea. Unamuno y Ortega son la punta visible del iceberg. La Escuela de Madrid dejó aquí, y en el ancho horizonte hispanoamericano en el que se señalaron nuestros exiliados o transterrados, un legado tan fértil como brillante y todavía no suficientemente estudiado ni aclarado.

No se trata de teñir la filosofía con los colores de la bandera rojigualda, pues una vocación cosmopolita le conviene a la ciencia de las ciencias como propiedad esencial, y eso aunque luzca armonismo, irenismo, personalismo, eclecticismo o realismo como características suyas. Es mejor restaurar y resucitar sin complejos lo que en español se ha pensado y escrito con rigor lógico, para ofrecerlo al caudal universal y fluyente de las ideas mundiales.

Por suerte, la filosofía no se agota en la logomaquia pedantesca y pseudotécnica del academicismo que aflige a nuestras universidades, donde algunos hasta celebran ya, con galas deconstructivas o cientifistas, el funeral de nuestra disciplina. También la auténtica filosofía se sacude valiente y con criterio el psico-pedagogismo y sectarismo rusoniano que infecta las políticas educativas que padecemos desde hace cincuenta años. La filosofía está joven y muy viva en la calle, en el coso popular de los periódicos, en las redes y las plataformas digitales de comunicación, donde la dialéctica filosófica lidia a muerte con la sofística y con la erística, con la publicidad y la propaganda, y “la ciencia que se busca” torea brava con las consignas políticas sectarias y con el fanatismo nacionalista o religioso, enfrentando la superstición y la mentira, el consumismo compulsivo y el narcisismo mentecato, o sea y como casi siempre, desvalida, humorística, irónica y heroica ante las cornadas del poder mundano, señalando como el niño de la fábula que el rey anda desnudo.

Los mejores filósofos han sido, sobre todo, como Quintiliano o Séneca, grandes educadores. La filosofía está viva en la humilde y dura labor del profe de Secundaria que, como Juan de Mairena, sigue apostando por el uso civilizado de la palabra y el rigor de la argumentación, por el valor de investigar los principios de la realidad, de la moral y del conocimiento, por la conformación del juicio en el buen humor y la reflexión, y por la fundamentación razonable de los fines de la acción. Por la paradoja estimulante, el aforismo iluminador, la duda constructiva y hasta por la duda de la duda, que facilita el auxilio imaginativo de la alegoría y del relato edificante.

Es necesario y justo que nuestro XIII congreso, el de una Asociación civil independiente y abierta a todos los públicos, o por lo menos a la mayoría de sensibilidades, emotividades y talantes, ponga en valor estas imprescindibles funciones, sin cuyo logro es difícil que subsista una verdadera sociedad de ciudadanos libres, no de súbditos, una comunidad civil de mentes autónomas, abierta y democrática. Es la Filosofía practicada de su cuarta mesa temática.

Y habrá de ser también nuestro congreso un digno escaparate en el que los miembros de la Asociación puedan presentar y dedicar al público concurrente sus trabajos y escritos, sus iniciativas telemáticas y sus publicaciones.

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Protréptico.

En su proemio “Esplendor y decadencia de la cultura científica española”, Menéndez Pelayo nos exhortó a regenerar la cultura científica y para ello –dice- hay que empezar por convencer a los españoles de la sublime utilidad de la ciencia inútil. La contemplación, no se olvide, es también una actividad, como ese ocio inteligente y creativo en el que Aristóteles hizo consistir lo mejor de la vida.

La filosofía es más útil de lo que aqueja su recurso a la abstracción; lo lleva en su étimon: una especie de philía, búsqueda y afecto, deseo y confesión, esa venerable relación griega que usa también la palabra común en el banquete, en la comida de hermandad, para afianzar la esperanza y la concordia, ese oficio político de la amistad, que podemos extender de los presentes a los ausentes, a los gigantes de nuestro pasado, pero igualmente a aquellos que nos esperan en el futuro, confiando en nuestras buenas intenciones al buscar y soportar el menudeo de las verdades, en nuestra prudencia al concebir proyectos viables y consistentes, mejoradores. De lo bueno en sí -lo dejó escrito Platón- sólo tenemos un vislumbre.